jueves, 8 de enero de 2015

LAS SESIONES

1

A veces recuerda las tardes que solía pasar, siendo él un niño, en casa de la familia Artau. Estos recuerdos, enterrados en ocasiones durante años, aparecen en la mente de Juan sin avisar, ausentes de conexión clara y manteniendo una frescura envidiable. Llegados a este punto, cuando las primeras imágenes del pasado ya han aparecido y la anciana que habita en la mente de Juan -fallecida en el 89- se ha puesto a pelar patatas y hablarle de los altísimos árboles que crecen justo al lado de la casa, sólo le hace falta tirar con fuerza de la escena enquistada para descubrir la parte más suculenta y obsesiva de todo su mundo infantil muerto.

Silvia tiene unos diecisiete años de edad cuando Juan la ve por primera vez. Ella será la encargada de cuidarlo mientras el padre de Juan trabaja manipulando fotografías analógicas en un local que está justo al lado de la casa. Con su pelo castaño y expresión clara, esta chica cariñosa, guapa y al parecer madura va a apoderarse, sin quererlo y durante los meses siguientes, de la mente fragmentada y carente del pequeño Juan. Él la hará participar en los absurdos y autoritarios juegos que inventa sobre la marcha, la nombrará incesantemente en sus pensamientos nocturnos recurrentes y hablará de ella en el patio de la escuela como si fuera una especie de novia o una idea del ser que aglutina todo aquello que es bueno y necesario en el mundo. 

Para Juan no hay momento más preciado que cuando hace buen tiempo y Silvia no tiene deberes ni amigos con los que estar; es en esos días cuando los dos suben a la soleada terraza de la casa y ella se dedica a acariciarlo en silencio, permaneciendo Juan con los ojos cerrados en todo momento y notando cómo los dedos de Silvia recorren con suavidad su espalda. Un día de mayo, durante el transcurso de una de esas sesiones de caricias convertidas en muy necesarias para la salud mental del niño, ella decide girarse y se muestra dispuesta, por primera vez, a ser acariciada por el niño. Juan, con una fuerte presión en el pecho y la cara, empezará a pasear la punta de sus dedos tímidos por la nuca de Silvia.

Poco a poco, a medida que los primeros minutos vayan pasando, irá ganándole terreno a la vergüenza inicial e irá siendo consciente de una serie de cosas que aún no entiende bien pero intuye. Pronto sus dedos llegarán a la baja espalda y rozarán un poco la goma de sus bragas, y es entonces cuando Juan empezará a vocalizar entre susurros un te quiero. Ella reirá un poco al oírlo y le dirá, con cierto sentido del humor, que ella también. Ese escueto te quiero, dicho desde el ciego convencimiento de Juan, será repetido unas cinco o seis veces durante los siguientes dos minutos, y cada vez habrá menos vergüenza y contención en ello. Llegará un momento en el que Silvia escuchará esas dos palabras con unas connotaciones a las que llamaremos muy distintas, y una fuerte sensación de malestar surgirá en ella, justo antes de que la mano de Juan se escurra por debajo de sus bragas imitando el golpe seco de una serpiente y ella retroceda, quitando la mano de allí y mirando a Juan con un odio que hasta ahora él desconocía y que en el futuro, junto a su mano húmeda, seguirá marcándole. Un perro ladra. Los ladridos son lejanos y dan fondo a la mirada cruel de la chica, como si alguien hubiera enganchado dos tomas distintas de imagen y audio sin transición alguna, y luego se transforma en una sonrisa falsa, como si pensara que sólo está ante un niño y que las muestras de odio no son necesarias. Hay que sacar la ropa de la lavadora, dice Silvia mientras dirige sus pasos a las escaleras y el niño la sigueAmbos recogen la colada en silencio. Juan está confundido y sólo se dedica a sorber los mocos que caen de su nariz mientras pliega manteles y pantalones.

Durante las siguientes semanas, Juan y Silvia mantienen una relación tensa. Siguen habiendo momentos tranquilos, pero las rabietas y el llanto de un Juan cada vez más desesperado y demandante de las atenciones de Silvia terminan siendo aleatorios y demasiado molestos para una chica que empieza a odiarlo de forma profunda y que debe preparar su ingreso en la universidad. Días más tarde, mientras juega con el yo-yó del hermano mayor de Silvia, Juan se acerca al salón y la oye hablando por teléfono con una amiga: hay algo en la cabeza de ese niño que no funciona nada bien.

En junio Silvia se marcha. Juan la ve dos años más tarde a lo lejos. Ella está paseando a un perro y no sabe que él está ahí, mirándola fijamente. No le dice nada: permanece escondido tras un árbol hasta que su silueta desaparece.


2

Veinticinco años más tarde volverán a verse. Juan está cogiendo un par de libros en la biblioteca. En la zona dedicada a los libros infantiles, situada al fondo a la izquierda, hay una mujer de unos cuarenta y muchos años contando un cuento. Los niños y un par de discapacitados, que rodean a la mujer sentados en sillas, escuchan en silencio la historia. Trata de un zorro que cada día, sin saberlo, le roba la comida a un hombre muy pobre que se muere de hambre y que nunca ha hecho ningún mal a nadie. Los asistentes adultos, que han llevado a sus hijos y nietos a la representación, se reúnen unos metros más atrás, sentados en sillas minúsculas. Sus piernas se arquean de forma caricaturesca y sus codos se clavan en las mesitas llenas de bolsos, papeles con letras deformes y libros de tiras movibles. Mientras Juan observa a la cuentista, que tiene el brazo metido en un calcetín naranja y blanco y lo está moviendo como si fuera la cola del zorro, nota la mano de alguien posándose en su hombro. Al girarse descubre la figura de un hombre viejo, moreno y calvo. Este hombre, sonriente, empieza a hablarle de forma muy rápida y ligeramente familiar: asegura conocerle, le dice a Juan que la última vez que lo vio era sólo un niño. También le dice, intentando soltar pistas para hacerse reconocer más rápido, que es igualito a su padre, que se llama o llamaba José y era el encargado de una empresa de foto-montaje situada al lado de su casa. Sin darle tiempo a responder, ese anciano de temperamento nervioso alza la mano y señala hacia un punto en particular, entre los niños. Allí hay una cabeza sobresaliendo, la cabeza de una mujer madura en silla de ruedas y con uno de los brazos retorcido. Le pregunta entonces si la reconoce. Juan se fija en ella: apoyada en un cojín de color azul pegado en el costado superior derecho del respaldo, dibuja una mueca que intenta ser una sonrisa. Confundido al ver la cara seria y blanca de Juan, el viejo lo empuja hacia donde está ella y lo acompaña sin soltarle del hombro en ningún momento mientras le da pistas estúpidas que tratan de obligar al primero, que está apretando la mandíbula con fuerza y se resiste un poco a caminar, a decir de una vez que se acuerda de ambos.


Ya están de frente cuando Juan, intentando escapar de un momento que prevé demasiado incómodo, empieza a negar que les conoce. Asegura que todo ha sido una triste confusión, que su padre no se llamaba José y que él, para empezar, no es ni originario de la ciudad. Intenta desprenderse con esas mentiras, pero la mano mala de Silvia, que cada vez parece estar más inclinada, le propina una lenta y larga caricia en el brazo. No hay palabras saliendo de su boca, no hay ni tan siquiera un grito, y mucho menos un sobresalto. Juan nota la mano de la mujer enferma subiendo por su carne, la mano de esa mujer casi muerta por fuera y digna de compasión, y tan inevitable como siniestro escalofrío, sentido sólo en el seno de la respuesta puramente física, nace de su baja espalda y avanza en oleadas por su cuerpo. Lo curioso es que la sensación es la misma que recuerda Juan en el pasado; y entonces empieza a pensar en que una rama bien dirigida podría haberle reconfortado del mismo modo en sus años de infancia, o quizás el recorrido perdido de una mosca. Los ojos de Silvia son iguales, pero en su cabeza hay poco pelo. Los dedos que le tocan, largos y huesudos. Sus ojeras, muy remarcadas con ese color brillante que va a caballo del verde y el lila, son profundas y tristes. El viejo sonríe, Silvia sonríe y Juan no sonríe.

miércoles, 7 de enero de 2015

LOS JUSTICIEROS



Se oyen gritos y risas de niños en el piso de arriba. Los padres y madres de algunos de los niños, sentados en los sofás del salón, hablan de sus asuntos, ignorando por completo el ajetreo general. La mesa, desplegada y llena de platos de plástico con restos de pastel, sigue reemplazando el espacio antes reservado a un pequeño mini-bar con ruedines que no ha tardado mucho en ser abierto e inspeccionado por el anfitrión y un par de seguidores entusiasmados y rechonchos que, después del tercer trago, empiezan a tener las mejillas rojas y a hablar más fuerte de la cuenta. Entre todos ellos, sentado en una silla literalmente pegada a la parte del sofá ocupada por una mujer gorda, hay un hombre visiblemente más joven que el resto y de tez oscura con las manos en los bolsillos. De aspecto humilde y mirada esquiva, sólo ha hablado cuando el anfitrión le ha preguntado, con mezcla de curiosidad e incomodidad, a qué se dedica, cómo llegó al país y por qué tuvo un hijo a una edad tan temprana. Las dificultades del hombre para responder a sus preguntas, que en el fondo considera del todo injustas por su tono condescendiente, le han llevado a sonreír de forma tímida y a tejer, con nervios visibles por su parte y un ineludible acento extranjero, respuestas inseguras e inventadas que poco tienen que ver con una verdad quizás demasiado triste para una tarde de cumpleaños. Una pequeña sensación de malestar se impone en la sala: de todas formas no hay, por fortuna para el padre joven, queja ni insistencia alguna en los demás por sus pobres explicaciones, pues en el fondo parecen estar tan poco interesados como él en abrir la caja misteriosa. Las risas de los niños siguen estallando como pequeñas réplicas y todos menos el joven, mezclados en sentimientos ahora conmutados, intercambian miradas jocosas.


En uno de los tres revisteros dispuestos en el salón, que es grande y hermoso, hay una mujer sonriente ocupando la portada de un magazín del corazón que parece estar mirándole a los ojos con estupor. La anfitriona, situada justo delante suyo y sentada en una butaca beige, no deja de mover la pierna que entrecruza su muslo derecho. El repiqueteo metálico que hace la hebilla de su gran cinturón al topar con el botón de la falda vaquera que lleva resulta muy molesto. En uno de esos momentos en el que todos los adultos proceden a llenar dos dedos de sus copas después de hablar de política, se oyen unos pasitos rápidos que descienden las escaleras. Con los ojos turbios y unos calcetines de jirafas, el niño que aparece acusa a otro de haberle tomado por la fuerza un juguete y luego pegarle. Las sonrisas de los padres contrastan con el enfado momentáneo de la mujer gorda, que se toma unos segundos para preguntarle quién se lo ha quitado, y la respuesta parece no sorprender a nadie. Las miradas apuntan al padre joven, que se disculpa con un gallo involuntario, traga saliva y se levanta para pedirle a su hijo, con voz grave y rápida, que baje. Después de unos segundos esperando una respuesta que no llega, le pregunta a la mujer si puede subir al piso de arriba para hablar con él.


Las escaleras son bastante anchas y de madera oscura. Un par de cuadros de escenas marinas pintados con mala mano intentan rellenar con relativo éxito el vacío de las paredes. Los gritos paran en seco cuando la madera del último escalón cruje y revela un pasillo iluminado por una lámpara de pie posada sobre un mueble de anticuario. Al fondo a la derecha hay voces susurrando algo que no consigue entender. Tras un breve respiro, llama a esa puerta y abre casi al instante. 


Por un momento teme verlos a todos desnudos.


En la habitación, pese a todo, sólo hay dos niñas haciéndose trenzas que le miran con cara de sorpresa. Los tres se quedan callados y muy quietos hasta que una de las niñas le cuenta que su hijo Carlos se ha escondido con los demás niños en alguna parte de la casa porque no quiere encontrarse con él, y que no sabe dónde puede estar. Consciente de que no debe ponerse a buscar a su hijo en una casa ajena por eso de no meter las narices donde no te llaman, vuelve sobre sus pasos para pedirle a los anfitriones que le ayuden; pero mientras baja las escaleras escucha las voces de los padres, que con una calculada discreción están hablando de algo que le incumbe mucho. Lo primero que logra oír es un ¿no os habéis fijado en que ese niño huele bastante mal?. Eso lo dice uno de los hombres, el que parece un botijo, en tono de sutil burla. No creo que tenga una buena higiene, aunque tampoco me extraña, replica la de la mujer que poco antes le daba permiso para subir a las habitaciones. Eso es cierto, cada vez que lo veo, y lo veo mucho porque yo voy a buscar a mi hijo a la salida de la escuela, me doy cuenta de que lleva la misma ropa, sentencia una tercera voz con pretendida finura. El hombre joven se sienta en las escaleras intentando hacer el menor ruido posible y empieza a morderse una uña sin dejar de escucharles. La culpa es de los padres. Hay gente que no debería tener hijos, prosigue esa misma voz. Creo que el Estado debería encargarse de eso, de la misma forma que se encarga de los permisos de conducir y otros; si no apruebas los dos exámenes, no te dan el carné. Una enorme punzada de vergüenza contrae la boca de su estómago. Los balaustres de madera de la barandilla parecen estrecharse con su campo de visión, que ahora está empañado y carece de firmeza. La humillación que siente sería muy distinta si todo ello se tratara de una simple y larga hilera de mentiras, y de hecho podría pensarlo; podría pensar que es tan sólo fruto de la maldad o de algún tipo de conjura, pero sabe perfectamente, y eso es lo peor de todo, que lo que dicen las voces, ahora con sus caras desdibujadas y frías, es verdad. Y eso, si cabe, provoca en él un enfado y una vergüenza aún mayor. ¿Crees que come bien?, añade una de las voces. Está flaco. Y, por cierto, ¿alguna vez habéis visto a su madre? Las voces niegan casi al unísono. Eso es trágico. Su cabeza se anuda a sus rodillas. La puntería de esa gente es exacta y descarnada. Irresponsables. Menudos irresponsables. Ese tipo no parece estar bien de la cabeza. Pese a todo, no va a ponerse a llorar. De alguna forma es como si eso ya estuviera sucediendo en un lugar lejano de su cabeza: lo nota como si hubiera una membrana, una membrana muy fina que delimita el flujo del pesar, pero no el de la exposición y la desnudez. Sus dientes logran arrancar parte de la uña de su dedo anular. La tira cede como si se tratara de una suave cremallera y es introducida en su boca. La mordisquea y nota el clic que la parte en dos. 


De repente se descubre deseando que su hijo no haya oído nada de lo que esas personas están diciendo. Está claro que su hijo no es estúpido, pero ojalá lo fuera. Ojalá fuera tonto y fuera ciego, dice. Alza y gira la cabeza: lo está buscando. No me extrañaría nada que pegara al niño. ¿Por qué creéis que no ha bajado cuando le llamaba? Al cabo de unos instantes, ya ajeno a todo lo que dicen, baja su cuerpo tres peldaños sin levantarse, entrecierra los ojos y lo ve ahí, al fondo del pasillo de la planta baja. Primero se fija en su ropa, que es la misma de siempre. Después piensa en preguntarle si ha oído algo de lo que decían, pero siente miedo. No va a enfrentarse a él. ¿Y si te roba? Mueve su mano un poco. Ese leve movimiento hacia él indica al niño que debe acercarse con sigilo. El niño sube las escaleras descalzo y se sienta al lado de su padre, que lo mira con los ojos muy abiertos. Intenta decirle algo al niño, pero tartamudea. A continuación, el primero se levanta y el otro le imita. Terminan de bajar las escaleras. El padre se asegura de hacer ruido, de pisar fuerte cada escalón para que le oigan. Las habladurías cesan de golpe.

Aparecen ante ellos, fríos y lejanos, y el niño se disculpa por quitarle el juguete al otro. Tres minutos más tarde el padre joven se sentará en la silla que estuvo ocupando antes y sonreirá y fingirá que no ha pasado nada.



sábado, 24 de mayo de 2014

UN ENCUENTRO FORTUITO

Volviendo cargada del supermercado con varias bolsas de la compra, Marta ve a su amigo Alberto al otro lado de la calle. Alberto, que va bastante abrigado para el día que hace, tarda unos segundos más en verla. Cuando lo hace se sobresalta un poco por la sorpresa y decide, tras alzar su gran mano en señal de saludo, esperar a que Marta llegue hasta él, gesto amable al que ésta responde con un movimiento de cabeza ascendente y una sonrisa. Durante el minuto de espera que los separa, ambos se miran y retoman viejas bromas en las que se lanzan besos y hacen pequeños ademanes suicidas contra los coches que pasan hasta que el semáforo se pone en verde y Marta avanza, acompañada por el gentío de la avenida, por el paso de cebra. Al ver que lleva varias bolsas, Alberto se ofrece sin mediar palabra a aliviar su carga y coge un par; y después de darse las manos que ambos tienen libres y un par de besos, empiezan a andar juntos. Es un bonito día de primavera y el ruido, que el calor ha potenciado desde la última vez que se vieron, satura y congestiona la ciudad.

Si pudiéramos ver a Marta y Alberto desde la perspectiva de uno de los miles de desconocidos que transitan por la avenida, no podríamos apreciar rasgo de incomodidad o extrañeza en sus gestos y palabras. Pese a que su contacto ha sido casi inexistente en los últimos años y reparado -o más bien parcheado- tan sólo por pequeños encuentros fortuitos como el de hoy, se siguen tratando con absoluta confianza y usando un sentido del humor que ambos han compartido desde siempre. Primero comentan el tiempo y las crueldades de la política para más tarde hablar de su trabajo o, en el caso de Marta, de la ausencia de éste. Instantes después de prometerse entre risas que un día de estos se juntarán para diseñar una bomba que vuele el Congreso de los Diputados, se quedan en silencio y, serenamente, se dejan llevar por el camino. Quizás nunca fueron demasiado habladores, pero están contentos de verse y eso se nota.

A la altura de un Bershka que hace esquina, Alberto se para en seco y le pregunta a Marta hacia dónde se dirige. Ella le responde que va a dejar las bolsas en casa y luego a una entrevista de trabajo. Es entonces cuando Alberto suspira de forma teatral y le dice a su amiga que él tiene que ir a la comisaría. Marta le mira con cara de no entender nada y le pregunta por qué, qué te ha pasado, qué te han hecho. Alberto le responde, con una sonrisa extraña, que va a entregarse por haber matado a su mujer. Después de quedarse en silencio durante unos segundos, Marta echa a reír y lo envía a tomar por el culo; pero justo antes de retomar la marcha, la mano libre de Alberto empieza a desabrochar el abrigo que lleva y, apartando levemente las dos junturas de la cremallera, le muestra a su amiga una gran mancha de sangre oscura que tiene en su camisa blanca. 

Marta enmudece de forma definitiva, arranca las bolsas de su mano y empieza a caminar rápido, pero Alberto la sigue y se pone a contarle que no hay nada de machismo en lo que ha hecho, que él no es un maltratador ni nada por el estilo y que le parece hasta absurdo tener que decir y aseverar una y otra vez obviedades como que las mujeres y los hombres son personas, y que por lo tanto están condenadas o premiadas a ser iguales. Tras sonreír de forma algo contrariada por el silencio de Marta, le repite que no lo ha hecho por un acto de posesión o control, sino simplemente porque en ese momento tenía un cuchillo en la mano y el acto de matarla le pareció una inmejorable idea, como quien baja a tomar unas cañas al bar o se quita los zapatos para meter los pies en el agua.

Alberto, de alguna forma, se siente más avergonzado por su necesidad de demostrar que no hay rastro de machismo en él que por ser un asesino, acto con el que no ha sentido absolutamente nada. Marta, que desde los noventa lucha activamente por la causa feminista junto a su pareja, le mira fijamente a los ojos, emite un chasquido de lengua y decide creerle. Sin romper el silencio enrarecido y la tensión evidente que hay en su rostro, lo acompaña hasta la puerta de la comisaría más cercana y ahí, bajo la atenta mirada de un policía que fuma, le da un abrazo de despedida.




viernes, 11 de abril de 2014

AÑO 1971: INGMAR BERGMAN ES UN ANACORETA DE VERDAD

Decide sentarse en un sillón de color blanco mientras repasa algunas de las preguntas que le hará al mismísimo Ingmar Bergman dentro de unos veinte minutos. Todas ellas están escritas en tres fichas un poco arrugadas por el contacto sostenido de sus manos. Cada cierto tiempo eleva la mirada, entra en un estado de pausa y se pone a anotar correcciones en los márgenes del papel con su bolígrafo. Pese al trabajo de preparación realizado, hay algo en él que duda y presiente un inminente e inevitable fracaso. Esa incertidumbre se traduce en la sensación de tener en su interior una pelota llenándole el pecho.

Ahora está en el plató. Sus piernas están cruzadas, y la que sostiene el peso de la otra no deja de moverse hacia arriba y abajo. Hay dos vasos y una botella de agua en la pequeña mesita de cristal que separa las dos butacas negras en las que ambos conversarán sobre los Grandes Temas. Mira la hora dos y tres veces. Observa el reloj de pared redondo situado al fondo de la sala con fruición, y cuando baja la cabeza lo ve. Se levanta de un salto y le da la mano. Su mano es muy grande y sus dedos larguísimos. Sus ojos son amables, pero tienen una ligera chispa de sueño. Es mucho más alto en persona. De hecho es mucho más alto que todo el mundo montado uno encima del otro, piensa. Bergman podría aplastarlo con su dedo meñique, si quisiera. Bergman podría aplastarlo usando la punta de su pene gigantesco. No es su cuerpo: lo verdaderamente alto, de alguna forma extraña, es su alma. Y eso le resulta gracioso. 

La entrevista empieza sin demasiados contratiempos. Bergman contesta a sus preguntas en un tono amable y honesto. El cámara fija la atención en pequeños detalles del cineasta. Su forma de llevarse la mano a la boca hace que el espectador intuya alguna frase de genio, un conjunto de palabras sacadas de quién sabe dónde: para Bergman el arte es algo profundamente incomprensible; un libro lleno de preguntas escritas en un idioma antiguo que nadie es capaz de leer con soltura. El entrevistador asiente con una sonrisa enigmática mientras reflexiona sobre esas palabras. Se toma unos segundos de silencio para llenar su vaso con agua y echar un trago. Mientras bebe clava su vista en Bergman. Observa su cara y luego aprecia una serie de contoneos en el tronco del cineasta, como si de repente se sintiera incómodo.

Según nos está contando Bergman, el proceso creativo es olvidarse del resto. ¿Qué es ese resto?, pregunta el entrevistador mientras se enciende un cigarrillo. El resto es todo aquello que no sea la maquinaria imaginativa. Cabe decir que no hay pretenciosidad alguna en él. Intuye esas palabras de una forma simple y las suelta, como si fuera un niño. Es entonces, mientras Bergman pronuncia estas palabras, cuando empieza a flotar un ligero olor a mierda. Al principio es fácil de ignorar, pero a medida que los minutos van pasando uno descubre que se ha vuelto indivisible del resto: la peste, como si fuera una constante línea de bajo, permanece pegada en el fondo del ambiente. Bergman, sin embargo, está tranquilo: se permite bromear sobre su vida y su acuciante necesidad de silencio. Para él todas esas entrevistas, con el debido respeto, no son algo que llamen su atención. Preferiría estar encerrado en mi casa o en lo alto de una columna, comenta con un tartamudeo casi imperceptible mientras se ríe.

Instantes después el entrevistador da paso a la publicidad, posa la mano derecha sobre la mesa y se despide temporalmente de los espectadores. Bergman aprovecha el momento y se incorpora un poco: coloca la mano sobre la del entrevistador y le dice directamente que se ha cagado encima. Lo dice sin ninguna clase de vergüenza; lo dice desde una especie de honestidad plena y mansa. Mientras se lo dice, el entrevistador puede notar un momento de fuerza en la mano que el cineasta ha posado sobre la suya. Aparece en su cara una sonrisa dulce y espontánea. Me he cagado encima. A veces es necesario. El entrevistador contrae las cejas. Estaba notando toda esa fuerte presión en mi ano mientras hablaba, y al cabo de unos minutos me he dicho a mí mismo un rotundo "qué coño" y he dejado de ofrecer resistencia. En ese momento Bergman se deja caer hacia atrás y suelta un largo y profundo suspiro. Después de servirse un poco de agua, continúa diciendo: debes saber que el proceso creativo es como esto. Cuando escribo y hago mis películas nunca me muevo. No hay segundo alguno de interrupción entre lo que pienso y realizo. Y cuando siento a la mierda pidiéndome una pista de aterrizaje, YO, que imagino ser una especie de controlador aéreo, le digo que pase, le doy pista. Le doy libertad de salir porque no quiero ir al baño. Bergman posa la mirada sobre la cara de una becaria joven y atractiva y prosigue con su discurso en voz baja: me cago constantemente encima, ¿sabes? De alguna forma es un precio a pagar, una multa. El Gran Peaje se establece en todo aquello que uno haga. El entrevistador pone una cara dudosa y poco después, inmerso en un fuerte cortocircuito, asiente. En el rostro de Bergman sólo se puede apreciar una expresión de veracidad y paz. Luego sonríe y empieza a mover la pernera del pantalón. De pronto, el entrevistador observa cómo un zurullo sale de su escondite y cae al suelo. Por un instante, mientras sus ojos se posan en los ojos de Ingmar, puede entrever cierto orgullo de clase, una pequeña muestra de la dignidad que reside en todo esto. Es entonces cuando el genio mueve el zurullo con el pie, lo esconde bajo la silla y prosigue con normalidad el diálogo televisado.

sábado, 5 de abril de 2014

NO ES LA PARCA

Cuando José abre la puerta de su bloque una vecina vieja y muy flaca que está bajando las últimas escaleras mueve el brazo en su dirección y lo llama utilizando la palabra chico. José, que va cargado con las bolsas de la compra, le saluda y se acerca a ella sin saber exactamente qué quiere. La anciana le agarra del brazo y le comenta, en voz muy baja, que hay un hombre en el rellano del piso de José que, según le ha dicho hace un par de minutos, ha venido a matarlo. Es un hombre alto, corpulento y calvo -prosigue la vieja-. He pensado que quizás era una broma, puesto que ahora todo el mundo bromea mucho con la muerte y estas cosas; pero yo te lo digo por si acaso. José, extrañado, deja las bolsas en el suelo y empieza a seguir a la anciana, que después de decirle todo esto se ha puesto a caminar en dirección al portal para salir. Intenta coger su mano para extraer más información acerca del hombre: pregunta sobre otro rasgo físico, sobre un acento, sobre una coletilla en su forma de hablar. Pero la anciana, al ver que José no se ha tomado la noticia en broma, empieza a pensar que hay alguna razón de peso en toda la historia, de modo que mueve la cabeza negativamente mientras su mano se suelta y le dice que ella, de estas cosas, no quiere saber nada. Que llame a la policía o se las arregle como pueda.

José, mientras la puerta principal se cierra y la vieja va desapareciendo de su vista, decide sentarse en el segundo peldaño de la escalera. Lo cierto es que la gente de ese barrio es muy seca. A veces, incluso, parece inmisericorde: es como si estuviera acostumbrada a la mierda. Hace cinco meses un hombre muy bajo se suicidó colgándose de un pequeño árbol situado debajo del edificio en el que José vive. José se dio cuenta de ello un par de días más tarde, cuando pasó por allí y descubrió que el árbol ya no estaba. Al preguntarle por la desaparición del árbol al propietario de un bar cercano, éste se lo contó todo con gran lujo de detalles. Al cabo de unos segundos, añadió que el suicida y él eran muy amigos, que lo sentía mucho y que la vida, en resumidas cuentas, eran muchos bastonazos en la espalda. José, por un momento, creyó estar en presencia de un robot contando una historia muy triste, porque no hubo expresión alguna en él que justificara todas esas frases. José a veces piensa en el suicida desconocido. Imagina su cara, su aspecto y su voz. Por otro lado, no termina de saber si la acción de haber talado aquél árbol era una medida disuasoria para los suicidas de baja estatura o una venganza muy estúpida hacia el árbol, cuya única culpa fue haber existido como apoyo, decoración y sombra en una zona profundamente loca y triste.

El bloque de pisos es de los años sesenta. Es una de esas edificaciones altas e idénticas a sus vecinas, cuya construcción en los suburbios es de su misma especie y sirvió para dar techo a bajo coste a los campesinos que emigraban a la ciudad. Ahora todos esos campesinos de antaño son en su mayoría pensionistas atrapados en su propia bañera y familias en el paro. 


José permanece cabizbajo. Se supone que hay un hombre que quiere matarle. Eso le sorprende enormemente, puesto que no recuerda tener enemigo alguno. Que él sepa, nunca ha hecho daño a nadie. Quizás tenga un sentido del humor hiriente o una crueldad desmedida en el habla, pero no se considera un asaltante físico ni está metido en problemas de ninguna clase más allá de los que él mismo sufre, que son muchos, pero interiores, cotidianos y en gran parte miserables. Intenta recordar algún momento enfermo o alguna mala acción cometida en el pasado, pero ahora no se le ocurre nada. Quizás todo se trate de una broma. José, además, no cree que ningún asesino se ponga a hablarle de sus planes a un desconocido. Pese a haberse dicho esta obviedad, un miedo modesto se ha escondido en él: ahora mismo lo está sufriendo en forma de latidos fuertes y resonantes. Al fin y al cabo, las cosas tienden a verse desde una perspectiva mucho más seria cuando tratan de uno mismo.

Decide empezar a subir peldaños en silencio; decide seguir cargando las bolsas de la compra por miedo a que se las robe alguien. Es consciente de que eso lo hará más torpe en términos de sigilo en caso de que haya alguien ahí arriba, pero la idea de tener dos preocupaciones situadas en ambos extremos del mismo segmento ya le parecen demasiadas. Podría ser un amigo, piensa José mientras se mueve de forma silenciosa. La verdad, sin embargo, es que hace años que no tiene ninguno -aunque él quiera pensar que sí-. Asoma la cabeza por el agujero de la escalera y descubre la existencia de una mano apoyada en la barandilla, tres pisos más arriba. En uno de los dedos de esa mano hay un anillo de oro bastante grande. La anciana, al parecer, no mentía. Pese a eso, se dice sin dejar de subir, es casi inconcebible que alguien pretenda matarle. ¿Por qué querría alguien hacerle daño? ¿Le habrá confundido de persona?

He ahí el último grupo de escaleras. José, que permanece agachado en el descansillo, puede oír la respiración del sujeto. Es lenta, profunda y congestionada, como el rumor de unas olas tranquilas. Un minuto más tarde, autoconvencido de que todo el asunto debe tratarse de un error y que a los veinte segundos ambos empezarán a reír y a darse palmadas en la espalda como buenos y futuros compañeros, decide asomarse y dar la cara. Es entonces cuando el hombre corpulento, que va vestido de negro, se gira. Debe medir dos metros, como poco. Los dos permanecen en silencio, mirándose a cinco o seis pasos de distancia: la escena parece haber sido sacada de una adaptación de western con un presupuesto muy bajo. La voz del gigante retumba en la escalera: ¿eres Carlos? José Artau niega con la cabeza. El hombre respira hondo y se disculpa.