Aunque
ya era maduro, de unos cincuenta y cinco años y tenía algo del
sobrepeso típico de la edad, el hombre que dos días antes le había
ofrecido prostituirse aún conservaba un recóndito y formal
atractivo. No terminaba de participar en el tópico demasiado claro y
raído de lo que tendría que ser un hombre con dinero. Lo que más
le llamó la atención de él fue que no la tocó ni una sola vez. En
lugar de los dos besos de protocolo, le dio la mano. Una mano grande
y fuerte. Un reloj de oro brillaba con fuerza en su muñeca. En ese
momento ella pensó, fugazmente, que quizás ya no era tan atractiva como antes.
Los presentó una amiga común. Una abogada. ¿Podría ser que, además de abogada, fuera puta? La palabra “puta”, pese al solapado intento de lavado que en ese momento intentaba apropiarse de ella, aún le parecía fuerte y sucia. Le resultaba difícil concebir que una mujer no-puta conociera a un hombre que pretendiera formarlas. Naturalmente, podría haber prostitutas abogadas. De hecho, tan sólo les faltaba un pequeño paso para serlo con todas las letras. Aunque no era un asunto de su incumbencia, pues siempre había respetado lo que cada cuál hiciera con su vida, se instaló en ella una sombra de desprecio dirigido a su amiga. Al fin y al cabo, la palabra “puta” seguía siendo un insulto.
Uno
de los insultos más molestos y arraigados utilizados por mujeres
para herir a otras mujeres era “guarra”: el término peyorativo
de la mujer que se acuesta con muchos hombres. ¿Cómo no podría
ella, aunque fuera inconscientemente, sentirse avergonzada por su amiga? La respuesta verdadera a esa
pregunta, temió, se encontraba en su cuenta bancaria.
Quizás
todo ello ni trataba de emociones. Aunque le pareciera una metáfora
algo estúpida, no podía parar de pensar que bajo su piel y músculos
había una calavera igual de tersa que en su primer día de
existencia; una calavera con su abovedado cráneo. Por si no fuera
poco, esa misma calavera también lucía un perpetuo rictus de
sonrisa: aunque se pasara años llorando encerrada en su pequeña
cueva, en cuya cocina había una nevera llena hasta los topes de
aire, la sonrisa seguiría allí durante mucho más tiempo que ella misma. Tendría lo amarillento dentro. El vapor impulsaba pistones en ello. Todo podría ser realmente fácil si era capaz de
desnudarse de un montón de pensamientos arraigados para después
volverlos a vestir. Decidirse a ser un objeto. Quitarse de la cabeza
la estúpida idea de que ella debía no ser un objeto, o que hasta
ahora no había sido un objeto. El trabajador, hiciera lo que
hiciera, era un objeto: cavaba con sus manos un agujero hasta que
llegara el retiro o la tumba, que sería cavada por otros
trabajadores a su vez. La mujer normal y corriente era un objeto que
escupía niños por la vagina y se compraba muchos zapatos; una mujer
que lloraba cada vez que veía una serie de películas cuyos
guionistas habían diseñado, con un frío cálculo de objeto para que lloraran. Ella, la futura prostituta, era una
inestable reaccionaria fruto y objeto de los fármacos; el
presidente, con su cara de idiota y sus manotazos de ahogado, era
objeto del odio colectivo. La puta, al menos, se llevaba la mejor
parte: era un objeto primigenio. Algo, y no alguien, considerado
objeto por el resto de la sociedad desde tiempos inmemoriales.
El
resto de los seres y oficios, ante esa perspectiva, carecían del
mismo y honesto sabor, aunque en el fondo supiera que todo ese
argumento que había hilado en su cabeza no tendría validez alguna
al día siguiente, cuando ya no se sintiera como en ese preciso
instante y volviera a necesitar pretextos para justificar una y otra
vez -o increpar- algo que aún no había hecho: ser una puta. Al día
siguiente, ser una puta tendría en ella misma todos los argumentos en contra.
Sería suciedad y esclavitud. Una jaula profunda. De nuevo la sensación amarillenta reptando por su cara.
Un ejemplo claro de esas variaciones en su pensamiento diario podía encontrarse en una noche ya lejana en la que estuvo aprendiendo nociones de química para poner una bomba en una concurrida sucursal bancaria. En su imaginación observaba con asco las corbatas bien anudadas o el triángulo que formaban las manos de los seguros trabajadores de la banca, sentados en sus sillas acolchadas. Las escisiones de carácter torturador, que se iban recomponiendo con las imágenes rituales que ella misma se repetía acerca de los obreros, le provocaban ataques de ira. Veía las sirenas de los trenes y el traqueteo de los pistones rodando sobre su mismo eje, agarrados a una maquinaria humeante; oía el hilo musical enlatado, el olor dulzón del mobiliario blanquecino. El cable rizado y gris que ataba cada uno de los bolígrafos. El carbón rojizo, la dificultad de distinguirlos en su cabeza con el color que tomaban las rejas de los fogones de su cocina cuando llevaban un rato encendidos, o de algo caliente. Veía sus manos agarrando algo, una caja explosiva de treinta por veinte, quizás atada a un teléfono móvil, aún no lo sabía. Veía algo que lo formateara todo.
Descubrió
una web arcaica, alojada en un polvoriento servidor, que le enseñaría
a hacerlo; y hasta tejió una estrategia para poder comprar los
ingredientes necesarios sin que la policía la detuviera. Mañana
compraría los productos y los iría dejando en los buzones de amigos
de confianza. Cada símbolo con su parte. El ácido bórico, por
ejemplo, sería de Juan, que podría justificar, ante el hipotético
caso de una absurda redada policial, la existencia de una invasión
de cucarachas en su casa. Era una buena coartada, sin duda. Las
piezas encajarían perfectamente. De eso estaba muy segura. Todo
podía funcionar si se pensaba bien y había una gran organización,
se repitió varias veces.
Lo
cierto es que podría haberlo hecho. Preparar una bomba no sería, a
todas luces, algo difícil. Podría haberlo hecho. ¿Y por qué no lo
hizo? Por una simple razón: se prometió a sí misma que lo haría
mañana. Cuando ese mañana apareció y se tuvo a sí misma
sentada en la mesa, untando de paté una rebanada de pan de molde, ya
no pensaba así. Toda ella, toda esa fuerza de decisión que horas
antes la habían llevado a una sensación pletórica, se habían
disipado como el polvo. Su odio seguía intacto, pero la potencia de
sus manos había desaparecido. Poner una bomba hubiera sido la
expresión de fuerza de su propio cuerpo. ¿Quién no querría hacer
desaparecer aquello que le disgusta? Convivir con lo odiado podía
soportarse un tiempo, siempre y cuando hubiera una mínima distancia
entre lo odiado y el odiador.
Ella ya llevaba tiempo viviendo en el mundo.
Acumuló
todos sus ansiolíticos en el baño y tiró de la cadena. Habían en
la taza tantas y tan variopintas pastillas que la primera succión se
llevó consigo sólo dos tercios del total. Antes de tirar de la
cadena por segunda vez, la picada del amargo terror rozando la
posibilidad de un ataque de pánico le obligó a cambiar de rumbo.
Dos horas más tarde se tomó un par de pastillas mojadas en su
propia orina, y una semana después se encontraba abogando a favor
del pacifismo en una discusión entre amigos, para luego terminar
pensando seriamente que la única y mejor forma de solucionar los
problemas era utilizando la violencia.
Todas
esas dudas sobre sí misma y el deseo de aclarar sus futuros actos
provocaron que se instalara en ella un vacío en el estómago. Ese
vacío, como si tuviera un pequeño globo en las entrañas, se había
ido hinchando a medida que iba dándole vueltas a su cabeza. Quizás,
especuló, dos semanas más tarde estaría soportando el peso de un
hombre desnudo y desconocido en su cuerpo, que también estaría
desnudo y por otro lado demasiado examinado. Podía verse como la
víctima del accidental derrumbe de un edificio, sollozante,
sepultada bajo una pesada viga. Ni ella misma sabía por qué se
imaginaba en blanco y negro. Por otro lado, si una viga estuviera
encima de ella, sentiría una presión, y no ese vacío que sentía
ahora. Ambos, vacío y presión, eran dos términos que consideraba
inequívocamente malos. Si tuviera un vacío en el preciso instante
que el hombre desnudo se posara encima de ella para penetrarla,
estallaría la presión en su cuerpo y ambas sensaciones se
declararían la guerra, para luego eliminarse mutuamente.
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