viernes, 3 de mayo de 2013

SEPULTURA Y SOCIEDAD


Cuarenta y siete personas acudieron al entierro del hijo de un vecino. Había muerto, a causa de un terrible accidente, un par de días atrás. El acto, que había ido elevando la sensación de tragedia a medida que los más viejos se iban acercando a los padres para darles sus condolencias, se celebraba en un pequeño salón de actos habilitado por la funeraria. Yo me encontraba ahí en compañía de mi mujer. Estábamos sentados en unas sillas alejadas, sutilmente, del epicentro del bullicio. 

Ella había estado toda la noche insistiendo para que fuéramos a ver a los padres damnificados. Al principio me negué, pues debo admitir que odio todo lo referente a la muerte y aún más cuando su objeto tiene ocho años de edad; pero al final tuve que aceptar porque eran nuestros vecinos de enfrente y ella no quería hacerles un feo tan grande. Rechacé la posibilidad de quedarme en casa alegando enfermedad o trabajo: supongo que la justificación radicaba en su embarazo de cinco meses.

En el centro del salón había un gigantesco ramo de lirios blancos. Un mensaje, bordado en la banda que lo cubría, rezaba un “Tu Família Te Llora”. Un poco más atrás estaba el pequeño ataúd de tapa partida, también blanco, posado sobre una mesa de caoba. Esparcidas en el espacio sobrante de esa mesa, habían diversas fotografías que yo no lograba ver. 

Luego vi por primera vez al padre, después del accidente, rodeado de personas. En ese momento mi mujer se peinó bien el flequillo con las manos y se aplanó la falda. Me miró. Me dijo que tenía que ir con él. La miré. Nos levantamos.

Nos cruzamos con un montón de gente. Mi mujer les hablaba. Yo me quedaba a un lado. La mayoría susurraba concentrada en pequeños grupos de cuatro o cinco personas. El tiempo que tardamos en hablarle al padre fue menor del que tardamos en poder hablar con él. Un señor insistió en darle su reloj sin venir a cuento. El padre me miró en señal de no entender nada, y yo le devolví la mirada intentándole decir "no esperes nada normal de un inmigrante". Cuando el señor se fue, nos abrazamos por turnos. Debo reconocer que sentí un cierto celo en ver como el tipo se agarraba a mi mujer. Nombro a ese pobre hombre "tipo" porque entonces no sabía cómo se llamaba. Luego nos abrazamos nosotros dos. Me agarró fuerte. ¿Intentaba demostrarme que él, pese a la muerte de su hijo, era el macho dominante del grupo? Al minuto y medio se puso a llorar. En todo el rato que llevaba mirándolo no había llorado, y ahora lo hacía. Temí durante unos segundos que ese hombre cuyo hijo había muerto intentaba parecer más sensible de lo que realmente era delante de mi mujer con la intención de enternecer su corazón y follársela en alguna esquina oscura. Le dimos nuestras condolencias. Anecdóticas y poco sentidas, claro. A los diez minutos nos fuímos. Ella quería hablar con la madre, pero yo ya estaba harto de ese sitio. La agarré de la mano, le dije que no aguantaba más y nos fuímos.

El niño me caía bien. Era uno de esos chavales que nunca arman alboroto. Las pocas veces que llegué a verle me lo encontraba sentado bajo un árbol leyendo libros. Me resultaba irónico pensar que si se hubiera colocado al otro lado del árbol no le hubiera pasado nada, porque el árbol era un roble, y es sabido que esos árboles lo aguantan todo, incluso el impacto de un camión de mercancías.

Mientras volvíamos en coche hacia casa mi mujer me empezó a reprochar el hecho de que nos hubiéramos ido. Dijo que le parecía de muy mala educación no haberle dicho nada a la madre. "Y qué quieres que le digamos", repliqué. Y ella me respondió un "lo sentimos mucho". Yo le dije que eso no servíría de nada.

Diez meses después, en el velatorio de nuestro hijo, los padres del niño se pusieron delante de nosotros y nos dijeron que lo sentían mucho. Observé a mi mujer: me dio la razón con la mirada.

3 comentarios: