Descubre a su madre mirando fijamente una lechuga baby. El niño ha ido a buscar un pack ahorro de latas de atún por encargo de su madre y al volver la encuentra ahí, pasmada, con el tronco ligeramente arqueado hacia adelante y su cabeza apuntando al arcón frigorífico de las verduras. El niño no le da importancia al asunto: su madre estará comparando precios, de modo que deja el atún en el carrito, le da la espalda y empieza a golpear con el dedo a una manzana Golden para escuchar su curiosa resonancia, más cercana a la madera que a la fruta.
El hilo musical del supermercado se interrumpe para que una voz en off pueda anunciar magníficas ofertas en congelados. Unos segundos más tarde, el niño oye una ligeramente irritada voz masculina que está llamándole la atención a cierta señora, y al girarse repara en que, de hecho, el hombre se está dirigiendo a su madre, porque quiere llegar a las ensaladas sin invadir su espacio vital. La madre, ajena a la voz del hombre, sigue en la misma posición que antes. El hijo no tarda en acercarse. Le dice, intercediendo, que el señor quiere comprar una ensalada, pero la madre no contesta: se limita a observar cómo la luz artificial del supermercado, combinada con la del refrigerador, incide sobre una lechuga baby embalada en film transparente. ¿Mamá?
Después de unos diez segundos de profundo e incómodo silencio, el hijo, un poco asustado, le pregunta a su madre si está bien. El señor, que de pronto ha enmudecido, permanece de pie a un metro y medio de distancia con la cara contraída y agarrando, con sus dedos largos y magros, una bolsa llena de plátanos. La madre lleva un buen rato sin parpadear. Al principio, la escena era un poco graciosa -puesto que su madre es de naturaleza fantasiosa y a veces se ve obligada a soportar las burlas de sus seres queridos por pequeños despistes como intentar sorber sopa con un tenedor o atropellar palomas con su coche-, pero ahora, después de haberla llamado con voz trémula y haber tirado repetidas veces de la manga de su abrigo sin haber obtenido respuesta, el ambiente empieza a cargarse de una neblina grotesca. El niño se pone a llorar con cierta timidez mientras tira con insistencia de su manga. Al ver cómo el niño llora e intenta desesperadamente llamar la atención de su mamá, el señor capitula en su intención de comprar una ensalada y empieza a alejarse afligido por el momento, sintiendo mucho no tener el valor de invadir el espacio vital de su atractiva madre, debido a una timidez congénita con el sexo opuesto que nunca ha podido superar.
Agarrada con su mano izquierda a los hierros del carrito, la madre ni tan siquiera se mueve al recibir los tirones y empujones de su hijo, que cada vez son más fuertes y parecen decididos a romper el imperturbable centro de gravedad que la mantiene estática. Es como si alguien la hubiera rellenado con cemento y bajo sus pies tuviera unos tubos metálicos clavados en tierra, cuyo final se encuentra a muchos metros de allí, en un subsuelo atestado de apestosas ratas y cucarachas.
Mientras ocurre todo esto, la gente, alertada por un llanto y gritos crecientes, ha formado rápidamente un corro alrededor de la madre y el niño. Durante los primeros cinco segundos han sido espectadores dudosos, partícipes silenciosos de la emergencia. A la mayoría de ellos, el niño les causa la misma impresión rompedora que si estuviera pidiendo dinero descalzo en una calle transitada, con la palmita de su mano extendida y los ojos nublados por las lágrimas. Muy pronto, más de un curioso da el primer paso y empieza a tocarle la espalda a la madre al grito de señora, ¿está bien, señora?, mientras un hombre muy fuerte intenta abrir dedo a dedo la mano que está agarrada al carrito. Pero es imposible: la mujer está petrificada y con los ojos abiertos. Resiste cualquier golpe sin que su posición varíe. Es en ese momento cuando una tercera voz empieza a reclamar, entorpecido por una canción de Shakira que suena en el hilo musical, que alguien llame a una ambulancia, porque ha descubierto que del centro de las nalgas de la madre ha empezado a brotar alguna clase de líquido que casi traspasa la gruesa capa de sus tejanos. El líquido no tarda mucho tiempo en deslizarse por las perneras del pantalón y empieza a invadir el suelo. Una mancha de sangre se extiende bajo los pies de la madre mientras la voz en off habla de un paquete de doce latas de San Miguel a cinco euros con diez, y todos los ahí presentes empiezan a asustarse de verdad y una mujer mayor se tapa la boca con las manos mientras emite un sordo Virgen santísima; y entonces aparece de la nada una chica joven, y la chica joven abraza al niño, que ha empezado a gritar de una forma muy aguda al ver toda esa sangre saliendo del ano de su madre petrificada en plena elección de una lechuga baby, y la chica se lo lleva unos metros más allá, corriendo lejos de todo mal, diciéndole al oído que no pasa nada, no pasa nada, no pasa nada.