viernes, 22 de noviembre de 2013

DE ALGUNA FORMA

De alguna forma viajar es como forzar la cerradura de una puerta y entrar al domicilio de un total desconocido para toquetear su cuarto de baño, dormir en su cama o beber alcohol hasta reventar en su sala de estar mientras lo destrozas todo a martillazos, sustituyendo los muebles, jarrones y otros elementos que has hecho añicos por montoncitos de billetes con impresiones de caras supuestamente famosas de las que nunca has oído hablar ni pretendes conocer. De alguna forma viajar es esto, pero con el propietario animándote a entrar a ti y a muchos más en su casa con una sonrisa falsa y en el fondo triste, porque estará obligado a ducharse en tu presencia y a follar con su mujer mientras tú te haces fotografías justo al lado con los dedos formando el símbolo "victoria" y diciéndoles guarradas muy desviadas al oído en un idioma que no entienden y, visto lo visto, preferirían no aprender. Es ver como un tipo en chanclas y con una gorra puesta al revés entra en un museo muy prestigioso y se queda pasmado mirando cierta escultura erótica con una erección muy potente bajo el pantalón, sin que puedas llegar a saber en ningún momento si su erección es una respuesta profunda que el artista ha intentado provocar en el espectador o, simplemente, que el sujeto que la está mirando empalmado es un gilipollas incapaz de dar una respuesta más elaborada. 


miércoles, 13 de noviembre de 2013

TRILOGÍA DE LOS VIAJES: LA MAYOR PARTE DE SUS FANTASÍAS SE HACEN REALIDAD

Ha sudado sangre para pagarse ese viaje a la India. Ha trabajado durante varios años en puestos de trabajo parcialmente humillantes, dejando un porcentaje de su austero sueldo en una cuenta corriente blindada. Se ha dormido pensando en la India, y lo ha hecho en camas chirriantes, en los pisos más sucios y baratos que ha encontrado. Ha soñado en colores inexplicables para otras latitudes, se ha obsesionado con los puntos rojizos de esas frentes mayoritariamente secas y ha imaginado que les pasaba la mano por encima para asegurarse de que no provenían de un lejano puntero láser.

Y ahora está allí, en el avión, miradle: casi está aterrizando en Nueva Delhi. Su cabeza está pegada a la ventanilla, viendo como las minúsculas edificaciones, casas y chabolas van creciendo de tamaño para convertirse, finalmente, en cosas reales. Las ruedas del avión ya están pegadas al suelo, madre mía, el traqueteo es muy fuerte y más de un pasajero piensa que va a morir mientras pone una mueca deformada, pero el avión ha posado con éxito a todos esos turistas y a nuestro protagonista en la capital mundial del exotismo. Qué lejanas le resultan ahora las frías noches comiendo salchichas procesadas: es como si nunca hubieran existido.

En el aeropuerto recoge sus maletas. Las compró expresamente para el viaje, asegurándose de que fueran chillonas para poderlas ver bien: así, si alguien se las intentara robar, podría verlas desde una distancia lejana. Afortunadamente todo sale bien, y cuando llega a la salida del aeropuerto se encuentra con una mujer bajita con el cartel del hotel que ha contratado, uno muy caro y exclusivo llamado Rashaman Palace, situado en lo alto de una colina florida y verde, un paraje del que sobresalen ruinas de civilizaciones edificadas sobre las anteriores en un intento de erradicarlas.


Muchos de los pasajeros con los que ha compartido avión también se acercan a la mujer bajita con el cartel, y cuando la mujer -cuyo inglés es simplemente perfecto- se cerciora de que todos los integrantes de la lista están con ella, les invita a subir al autobús verde que tienen enfrente.

Durante el viaje, el autobús recorre avenidas atascadas por una marea de coches que él no ha visto en su vida, y calles atestadas de gente que grita mucho para todo. En uno de esos constantes atascos, una jauría de niños descalzos empieza a golpear el autobús con las palmas en alto, y alguna turista de edad avanzada siente como la aguja de su atrofiado maternómetro se sale de los niveles normales. Animan al conductor a que abra la puerta del autobús y los niños entran sonriendo, pero siempre gritando, y empiezan a pedir dinero. Algunos turistas, sonrientes y acaramelados, responden a las súplicas y abren sus carteras. Nuestro protagonista también lo hará: comprende que darle dinero a esos niños es comprar un souvenir para el alma, uno indeleble y ajeno al paso del tiempo. Le da un billete a una niña preciosa. Lleva una muñeca de trapo en la mano y una bonita trenza que llega hasta su ombligo. El acto de dar dinero es tal y como lo había imaginado.

Un rato más tarde, habiendo dejado atrás uno de los bordes de esa gigantesca ciudad, se abre ante ellos la colina. Es más bella de lo que podría parecer en las fotografías: el sol de poniente inunda un costado de los árboles, enroscados como un nudo. Es un quiste que sobresale, solitario, en la llanura de una espalda. En el desvío para acceder a la base de la colina hay una valla custodiada por un hombre. El hombre está sentado en su garita, leyendo el periódico. El conductor mueve la mano en señal de saludo, y el vigilante responde levantando el brazo articulado que les impide el paso. Mientras nuestro protagonista enfila la colina verde, se pierde en bellos y exóticos pensamientossin ser consciente de que antes de llegar al Rashaman Palace el autobús ha tenido que cruzar otras tres vallas cada vez más protegidas, y que esta noche cenará -entre otras cosas- salchichas procesadas, rodeado de alemanes grasientos, mientras unas mujeres bailan al ritmo de los tambores.

lunes, 11 de noviembre de 2013

LA PICADURA

La mujer, justo cuando el tendero va a darle el cambio, nota un pinchazo que arrastra un sentimiento de euforia. Esa euforia le nace de algo que ella se atrevería a nombrar alma. Es como si de repente sintiera un clic y la realidad se viera iluminada por un foco potente y cegador que revela, al acostumbrarse sus ojos a la luz, un mundo más íntimo, conectado y bueno. En esas ocasiones juraría que cree en Dios, puesto que las lágrimas empañan ligeramente las comisuras de sus ojos y todo le parece tan factible y sencillo que hasta carece de importancia. Así es como la mujer suele notar que se acerca un ataque epiléptico, de la misma forma que tú sientes esa ligera picazón en la nariz, con su posterior sensación de ingravidez, durante los instantes previos a un estornudo.

El periodo de euforia epifánica sólo dura unos cinco segundos. Agotada esa prórroga, la mujer se desplomará y empezará a sufrir unas convulsiones visualmente terribles. Procura, imbuida en esa euforia de la que hablamos, sentarse en el suelo para minimizar el riesgo de caer y darse un golpe en la cabeza. Esos escasos cinco segundos de felicidad plena son una cantidad suficiente e incluso generosa, porque el tiempo parece transcurrir a cámara lenta y el momento del desplome, incluso a una risible porción de segundo de su llegada, parece muy lejano y borroso.

Imagínate entonces toda la belleza que precisamente ahora está inundando su cuerpo, pese a ser totalmente consciente de la minúscula muerte que sentirá al perder el sentido, sabiendo que va asustar a toda la gente que hay a su alrededor cuando se sucedan los periodos convulsivos, gente ahora sorprendentemente bella y alegre a ojos de la mujer, que no va a sonreír mientras te mira.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

LA DESGRACIA SE MIDE EN PATAS

Se convirtió en una cucaracha gigante mientras dormía, y al despertar vio su vientre laminado y brillante. Esa sensación de terror que nació en su estómago no era causada sólo por el hecho de ser un gigantesco y asqueroso insecto, sino por haberse convertido en la copia de un famoso cuento de Kafka, y encima del más conocido, se estuvo repitiendo en voz baja. ¿No podría estar viviendo en una jaula de circo? Al menos habría salvado las apariencias ante el público de más baja cultura. ¿No podrían haberlo condenado a morir atado en el centro de una cruel y colosal máquina tatuadora de crímenes?

Mientras aprendía a mover sus múltiples patas, no dejó de sufrir ni por un segundo las implicaciones que su transformación representaba: se había visto rebajado a un nivel muy modesto del imaginario popular. Tras haber ganado el estatus de cucaracha Kafkiana, ninguna persona con dos dedos de frente pensaría que él, de alguna forma, tenía algo nuevo que decir. Eso, sin duda, sería el fin de su carrera como artista. Se imaginó a personas calvas con gorra de niño antiguo y dilataciones en las orejas burlándose de él. No me digas nada: dentro de un rato una ballena blanca excepcionalmente grande te va a arrancar una de tus patitas, y eso te cabreará tanto que querrás vengarte de ella.

Su vida se iba a convertir en una mierda. No es que su vida antes del suceso fuera muy feliz, al contrario; pero ahora llegaría a nuevas cotas de desgracia que no sólo lo afectarían como persona con sentimientos, sino como concepto.

Siendo perfectamente consciente del panorama que le esperaba, decidió encerrarse en el armario de su habitación hasta morir de inanición. Los espacios reducidos, oscuros y llenos de recovecos, antaño desagradables para él como ser humano, habían adquirido el nivel de posibles refugios, tal y como ocurría en el mismo cuento. Eso, como es evidente, le asqueó aún más, puesto que no sólo era objeto predecible de la historia: ¡incluso la guía de su comportamiento ya había sido meticulosamente editada y archivada!


En un intento por recobrar la esperanza, empezó a pensar que en el mundo había miles de millones de humanos y que todas sus historias y desgracias, de alguna forma, se parecían un mucho entre ellas. En cambio, de personas convertidas en cucaracha gigante, sólo habían dos: una era nuestro protagonista y la otra procedía de la ficción. La alegría de aquél pensamiento que de golpe lo convertía en un ser más o menos extraordinario duró poco, puesto que la condición de ser humano para él mismo llegaba, durante la mayor parte del tiempo, a hacerse invisible. El ser humano físico -exceptuando unos pocos casos de deformidades y otras peculiaridades físicas extremas- estaba condenado a no destacar por sí mismo en nada radicalmente distinto y, por lo tanto, no podía tachar a otra persona de ser humana utilizando ciertas connotaciones críticas. Un ejemplo de ello podría ser la gente calva. Hay millones de personas calvas en el mundo, pero si de pronto apareciera alguien cuyo "pelo" son serpientes, todo el mundo diría es Medusa, sé su nombre, así como toda su historia de memoria: qué poco interesante resulta todo esto si lo miramos con perspectiva, se lamentaría la víctima antes de morir petrificada. La ficción era tan palpable que uno la veía normal sin que nunca lo hubiera llegado a ser: convertirse en un plagio del famoso bicho de Kafka, aunque sólo existiera como tal nuestro protagonista, lo hacía paradójicamente menos extraordinario que una persona anónima.