jueves, 16 de enero de 2014

LA MUDANZA


    Ahora veremos como Adam, que se encuentra desnudo en su sala de estar viendo una vieja película de torturas a presuntas brujas, descubre que no hay tabaco. También veremos, con cierto asco y al cabo de unos minutos, cómo las ganas de fumar le superan y cómo se humilla sin reservas y se pasa unos segundos rebuscando en el cenicero con la esperanza de encontrar un cigarro fumado a medias, o como mínimo una colilla que tenga más de dos centímetros de materia fumable. Por culpa de su sesgado sentido de la higiene, recuerda que tiró gran parte de las colillas fumables a la basura hace pocas horas, cuando aún creía que el paquete de tabaco albergaba una cantidad que le permitía seguir viviendo sin preocupaciones en una especie de superávit tabaquil hasta el día siguiente. Se dirige entonces a la basura para seguir bajando peldaños mentales -se imagina la figura de un siniestro hombre encorvado con un candelabro en la mano, entrando en la cueva donde se aloja el propio terror-, pero descubre que la bolsa amarilla de la basura no está ahí, que alguien la ha bajado, que ha sido su novia y que su novia debería estar siendo fusilada en ese preciso instante.


Es entonces cuando Adam decide vestirse con lo primero que encuentra y robar cinco euros del bote de monedas de su novia para explorar una ciudad que no conoce con la intención, ahora sí, de comprar tabaco. Cierra la puerta por fuera y se pierde en las calles sucias y mal alumbradas de un barrio triste y cuadriculado que fue, a juzgar por las numerosas placas oxidadas con el símbolo del fasces clavadas en las paredes exteriores de los edificios, construido durante los años sesenta. Para Adam, estos paseos nocturnos son deprimentes y reveladores. Pese a ser joven, le obligan, como si una mano estuviera sujetándole la cara para que su mirada enfoque bien la escena, a verse como un viejo desquiciado que siente mucho asco por todo, arrancando lentamente y a medida que pasan los años sus ganas de levantarse para hacer cualquier cosa, por estúpida, necesaria o fácil que parezca. Después de deambular durante veinte minutos por esa zona mugrienta y olvidable de la ciudad que no conoce, llega a una gasolinera. La tienda de esa gasolinera, completamente blindada y actuando como rotunda negadora de cualquier contacto humano -los pedidos se colocan en una bandeja de metal movible que adquiere dimensiones de cárcel-, está comandada por una imbécil que nunca ha oído hablar del tabaco de liar, pese a tener varios paquetes a cuatro palmos de distancia. Después de clavar el dedo en el cristal y gritar repetidas veces quiero eso que está a la izquierda de esa lata de fabada, señora -venden latas de fabada, esos soberanos hijos de puta-, Adam logra hacerse con uno de los paquetes. Satisfecho pero en ningún caso contento, vuelve sobre sus pasos. 

Al llegar a su bloque y subir las escaleras, Adam descubre algo que lo descoloca totalmente: la puerta de su piso ha sido forzada. El lugar donde antes había un cerrojo ha desaparecido dejando un gran vacío. Después de dudar unos instantes, decide mirar por el agujero donde antes estaba la cerradura. En ese momento Adam no puede evitar pensar en todos esos anuncios de Securitas Direct presentados por Nuria Roca en los que una familia es brutalmente asesinada por ladrones rumanos por no haber contratado una de esas alarmas con cámaras que te observan de forma incansable.

Adam, como cualquier otra persona en su situación, sufre un pequeño ataque de pánico y piensa en llamar a la policía. Empieza a buscarlo en sus bolsillos, pero no encuentra su móvil: desde que se compró un buen smartphone, tiene la costumbre de dejarlo en casa cuando sale para que no se lo roben. La otra opción, piensa Adam con cierto desagrado, consiste en llamar al timbre de sus vecinos y pedirles ayuda. Después de unos minutos en los que su temor social parece estallar, respirando en silencio frente a la puerta de los vecinos del 5º B con su índice muy cerca del timbre, desiste y decide alejarse. Aunque nadie pudiera creerlo, Adam es alguien que nunca avisaría a un extraño incluso estando inmerso en la peor de las desgracias. Eso se explica ya no sólo por un extraño sentido del orgullo que le impide pedir ayuda sin sentirse muy mal por dentro, sino por el contrato social que supondría la posibilidad de que la ayuda vecinal surtiera efecto, es decir, que todo el problema se solucionara y terminara bien de una forma que roza lo utópico, hecho que le obligaría a vivir en una temida realidad en la que Adam interactúa de una forma que no desea con sus vecinos y se siente obligado a tratarlos como amigos a los que invitar a tomar café en las tardes de domingo y a regalarles gadgets de cocina por Navidad, estableciendo una relación siniestra y deforme con esa España terrible que aparece en los programas de sucesos y actualidad. Por esa razón preferirá entrar en su casa con la intención de recuperar su móvil -si aún está ahí- sin saber qué hay al otro lado de la puerta, arriesgándose a morir o a ser violado por gente cuyo rostro es la muestra palpable de la menospreciada miseria europea.


Así pues, Adam se coloca frente a la puerta, respira hondo y empieza a abrirla con mucho cuidado, asegurándose de no hacer ningún ruido. Palmo a palmo, la puerta va desvelando el recibidor y el salón, iluminado indirectamente por la luz anaranjada de la calle. Al parecer no hay nadie a la vista, ni tampoco desperfectos en el mobiliario. Adam entra en el piso en calidad -esta vez- de polizonte y avanza dando pasos muy cortos y lentos, como si caminara por las profunidades del océano. Cuando llega a la sala de estar se pone a buscar su móvil en los recovecos del sofá; durante el minuto siguiente se va permitiendo la libertad de hacer un poco más de ruido. Aunque sigue nervioso, ha dejado de notar una sensación de vértigo profundo. Mientras mete las manos en el espacio que separa los cojines y palpa la engañosa superficie del mando de la tele y restos varios de frutos secos, mecheros gastados y demás, descubre que hay algo allí, al fondo de la sala. Si se hubiera fijado bien, Adam se habría dado cuenta de que durante todo este tiempo una figura humana ha estado observándole desde el lindar de la puerta que comunica con el pasillo. Adam, paralizado por el momento, da un paso atrás. Durante un lapso de tiempo que parece interminable, ambos permanecen muy quietos y atentos a cualquier movimiento del otro, hasta que la descuidada voz de la figura se pone en marcha: ¿me podrías acercar ese ordenador portátil? La pregunta, pronunciada en un tono extrañamente educado y simpático, le resulta chocante. Confundido y asustado, Adam se queda pensativo y no tarda mucho en obedecer a la voz. Su incapacidad para entrar en conflicto con los demás adquiere aquí su gran extensión. Se lo entrega de forma casi litúrgica, como si se tratara del ordenador portátil de Jesucristo. El hombre de la voz ronca es realmente grande y huele a orín, piensa mientras se acerca. Tiene una barba despeinada y viste con ropa hecha harapos. Cuando éste tiene el ordenador en sus manos, le da las gracias. Adam responde un pálido de nada. Justo en ese momento entra en el piso otro hombre, uno con un abrigo naranja y gorro de lana que arrastra un contenedor pequeño. La escena es muy rápida: deja el contenedor pequeño en el centro del salón y, después de intercambiar unas palabras rápidas con el hombre de la barba, procede a levantar la mesa y llevársela. Adam, sucumbiendo ya a la timidez total, decide entonces sentarse en silencio en el sofá mientras observa como cada vez más hombres y mujeres con aspecto de indigente llegan al piso con mobiliario público: adoquines, farolas recortadas, fuentes públicas, una papelera, cartones. Muy pronto, un par de señoras andrajosas le piden a Adam que se levante y les ayude a bajar el sofá, porque pesa mucho. Obedece sin rechistar. Bajo la atónita mirada de unos vecinos que se han despertado por el ruido, Adam baja con cuidado y vergüenza un tresillo de color marrón acompañado por unas mujeres con ojos de locas y roña en la cara. Una vez llega abajo, otro indigente le da unos golpecitos en su espalda dolorida y le comenta de forma amistosa que puede subir de nuevo al piso, que él ya se hará cargo del sofá.

Al volver al piso se da cuenta de que las baldosas ya han sido correctamente sustituidas por adoquines y asfalto. Al mismo tiempo empieza a ser consciente del orden de todo esto, y mientras oye a dos gatos peleándose a muerte ahí donde antes había un baño -ahora sólo hay un cubo y una fuente pública-, Adam comienza a apreciar de una forma enajenada el sutil arte con el que esos mendigos han estado redecorando su piso. Nada parece estar fuera de lugar, todo obedece a un cierto sentido estético callejero. Los indigentes tienen su savoir faire. Un banco, emplazado ahí donde poco antes había el sofá, le invita con sus listones de madera oscura a sentarse de nuevo y a observar, sin intromisiones por su parte, cómo la miseria termina de instalarse en su hogar.

8 comentarios:

  1. Venia por los potitos con salfumán, pero este texto, casi autobiografico por lo que parece, me ha dejado impresionado. Que le den a los potitos, yo quiero mas de esta mierda!

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  2. Es digna de admiración la soltura que posees con el lenguaje. Haces bailar las palabras para describir a tus lectores una amalgama de situaciones un tanto absurdas. Siempre consigues, como hace Goethe o Dostoyevski dejarme con un profundo y gran sentimiento tras cada una de tus entradas.

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    1. Tu dominio del sarcasmo me va a costar un transplante.

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    2. Siento haberte dado esa sensación, para nada pretendía ser sarcástica :/

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  3. Te amo hijo de perra, a ti sería el único hombre al que dejaría que me penetrara por el ano. Sólo tú.

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