viernes, 11 de abril de 2014

AÑO 1971: INGMAR BERGMAN ES UN ANACORETA DE VERDAD

Decide sentarse en un sillón de color blanco mientras repasa algunas de las preguntas que le hará al mismísimo Ingmar Bergman dentro de unos veinte minutos. Todas ellas están escritas en tres fichas un poco arrugadas por el contacto sostenido de sus manos. Cada cierto tiempo eleva la mirada, entra en un estado de pausa y se pone a anotar correcciones en los márgenes del papel con su bolígrafo. Pese al trabajo de preparación realizado, hay algo en él que duda y presiente un inminente e inevitable fracaso. Esa incertidumbre se traduce en la sensación de tener en su interior una pelota llenándole el pecho.

Ahora está en el plató. Sus piernas están cruzadas, y la que sostiene el peso de la otra no deja de moverse hacia arriba y abajo. Hay dos vasos y una botella de agua en la pequeña mesita de cristal que separa las dos butacas negras en las que ambos conversarán sobre los Grandes Temas. Mira la hora dos y tres veces. Observa el reloj de pared redondo situado al fondo de la sala con fruición, y cuando baja la cabeza lo ve. Se levanta de un salto y le da la mano. Su mano es muy grande y sus dedos larguísimos. Sus ojos son amables, pero tienen una ligera chispa de sueño. Es mucho más alto en persona. De hecho es mucho más alto que todo el mundo montado uno encima del otro, piensa. Bergman podría aplastarlo con su dedo meñique, si quisiera. Bergman podría aplastarlo usando la punta de su pene gigantesco. No es su cuerpo: lo verdaderamente alto, de alguna forma extraña, es su alma. Y eso le resulta gracioso. 

La entrevista empieza sin demasiados contratiempos. Bergman contesta a sus preguntas en un tono amable y honesto. El cámara fija la atención en pequeños detalles del cineasta. Su forma de llevarse la mano a la boca hace que el espectador intuya alguna frase de genio, un conjunto de palabras sacadas de quién sabe dónde: para Bergman el arte es algo profundamente incomprensible; un libro lleno de preguntas escritas en un idioma antiguo que nadie es capaz de leer con soltura. El entrevistador asiente con una sonrisa enigmática mientras reflexiona sobre esas palabras. Se toma unos segundos de silencio para llenar su vaso con agua y echar un trago. Mientras bebe clava su vista en Bergman. Observa su cara y luego aprecia una serie de contoneos en el tronco del cineasta, como si de repente se sintiera incómodo.

Según nos está contando Bergman, el proceso creativo es olvidarse del resto. ¿Qué es ese resto?, pregunta el entrevistador mientras se enciende un cigarrillo. El resto es todo aquello que no sea la maquinaria imaginativa. Cabe decir que no hay pretenciosidad alguna en él. Intuye esas palabras de una forma simple y las suelta, como si fuera un niño. Es entonces, mientras Bergman pronuncia estas palabras, cuando empieza a flotar un ligero olor a mierda. Al principio es fácil de ignorar, pero a medida que los minutos van pasando uno descubre que se ha vuelto indivisible del resto: la peste, como si fuera una constante línea de bajo, permanece pegada en el fondo del ambiente. Bergman, sin embargo, está tranquilo: se permite bromear sobre su vida y su acuciante necesidad de silencio. Para él todas esas entrevistas, con el debido respeto, no son algo que llamen su atención. Preferiría estar encerrado en mi casa o en lo alto de una columna, comenta con un tartamudeo casi imperceptible mientras se ríe.

Instantes después el entrevistador da paso a la publicidad, posa la mano derecha sobre la mesa y se despide temporalmente de los espectadores. Bergman aprovecha el momento y se incorpora un poco: coloca la mano sobre la del entrevistador y le dice directamente que se ha cagado encima. Lo dice sin ninguna clase de vergüenza; lo dice desde una especie de honestidad plena y mansa. Mientras se lo dice, el entrevistador puede notar un momento de fuerza en la mano que el cineasta ha posado sobre la suya. Aparece en su cara una sonrisa dulce y espontánea. Me he cagado encima. A veces es necesario. El entrevistador contrae las cejas. Estaba notando toda esa fuerte presión en mi ano mientras hablaba, y al cabo de unos minutos me he dicho a mí mismo un rotundo "qué coño" y he dejado de ofrecer resistencia. En ese momento Bergman se deja caer hacia atrás y suelta un largo y profundo suspiro. Después de servirse un poco de agua, continúa diciendo: debes saber que el proceso creativo es como esto. Cuando escribo y hago mis películas nunca me muevo. No hay segundo alguno de interrupción entre lo que pienso y realizo. Y cuando siento a la mierda pidiéndome una pista de aterrizaje, YO, que imagino ser una especie de controlador aéreo, le digo que pase, le doy pista. Le doy libertad de salir porque no quiero ir al baño. Bergman posa la mirada sobre la cara de una becaria joven y atractiva y prosigue con su discurso en voz baja: me cago constantemente encima, ¿sabes? De alguna forma es un precio a pagar, una multa. El Gran Peaje se establece en todo aquello que uno haga. El entrevistador pone una cara dudosa y poco después, inmerso en un fuerte cortocircuito, asiente. En el rostro de Bergman sólo se puede apreciar una expresión de veracidad y paz. Luego sonríe y empieza a mover la pernera del pantalón. De pronto, el entrevistador observa cómo un zurullo sale de su escondite y cae al suelo. Por un instante, mientras sus ojos se posan en los ojos de Ingmar, puede entrever cierto orgullo de clase, una pequeña muestra de la dignidad que reside en todo esto. Es entonces cuando el genio mueve el zurullo con el pie, lo esconde bajo la silla y prosigue con normalidad el diálogo televisado.

3 comentarios:

  1. ¿Qué haces? En serio. Llámame.

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  2. Gracias por compartir esta maravillosa muestra de lucidez, ese breve momento estelar en el que el hombre da paso al genio. Al igual que el maestro, siempre he creído innecesario contener la hez más de lo necesario, sin premura, debe escapar poco a poco de la opresión esfinteriana. Si bien el genio evoca el aterrizaje de la moderna aeronave y a la tecnología punta de la torre de comunicaciones, yo prefiero imaginar al topillo campestre saliendo a tientas de su húmeda y oscura madriguera. Aprender a desaprender como concepto anal.

    Excelente como siempre Sr. Loving, muchísimas gracias.

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