sábado, 5 de abril de 2014

NO ES LA PARCA

Cuando José abre la puerta de su bloque una vecina vieja y muy flaca que está bajando las últimas escaleras mueve el brazo en su dirección y lo llama utilizando la palabra chico. José, que va cargado con las bolsas de la compra, le saluda y se acerca a ella sin saber exactamente qué quiere. La anciana le agarra del brazo y le comenta, en voz muy baja, que hay un hombre en el rellano del piso de José que, según le ha dicho hace un par de minutos, ha venido a matarlo. Es un hombre alto, corpulento y calvo -prosigue la vieja-. He pensado que quizás era una broma, puesto que ahora todo el mundo bromea mucho con la muerte y estas cosas; pero yo te lo digo por si acaso. José, extrañado, deja las bolsas en el suelo y empieza a seguir a la anciana, que después de decirle todo esto se ha puesto a caminar en dirección al portal para salir. Intenta coger su mano para extraer más información acerca del hombre: pregunta sobre otro rasgo físico, sobre un acento, sobre una coletilla en su forma de hablar. Pero la anciana, al ver que José no se ha tomado la noticia en broma, empieza a pensar que hay alguna razón de peso en toda la historia, de modo que mueve la cabeza negativamente mientras su mano se suelta y le dice que ella, de estas cosas, no quiere saber nada. Que llame a la policía o se las arregle como pueda.

José, mientras la puerta principal se cierra y la vieja va desapareciendo de su vista, decide sentarse en el segundo peldaño de la escalera. Lo cierto es que la gente de ese barrio es muy seca. A veces, incluso, parece inmisericorde: es como si estuviera acostumbrada a la mierda. Hace cinco meses un hombre muy bajo se suicidó colgándose de un pequeño árbol situado debajo del edificio en el que José vive. José se dio cuenta de ello un par de días más tarde, cuando pasó por allí y descubrió que el árbol ya no estaba. Al preguntarle por la desaparición del árbol al propietario de un bar cercano, éste se lo contó todo con gran lujo de detalles. Al cabo de unos segundos, añadió que el suicida y él eran muy amigos, que lo sentía mucho y que la vida, en resumidas cuentas, eran muchos bastonazos en la espalda. José, por un momento, creyó estar en presencia de un robot contando una historia muy triste, porque no hubo expresión alguna en él que justificara todas esas frases. José a veces piensa en el suicida desconocido. Imagina su cara, su aspecto y su voz. Por otro lado, no termina de saber si la acción de haber talado aquél árbol era una medida disuasoria para los suicidas de baja estatura o una venganza muy estúpida hacia el árbol, cuya única culpa fue haber existido como apoyo, decoración y sombra en una zona profundamente loca y triste.

El bloque de pisos es de los años sesenta. Es una de esas edificaciones altas e idénticas a sus vecinas, cuya construcción en los suburbios es de su misma especie y sirvió para dar techo a bajo coste a los campesinos que emigraban a la ciudad. Ahora todos esos campesinos de antaño son en su mayoría pensionistas atrapados en su propia bañera y familias en el paro. 


José permanece cabizbajo. Se supone que hay un hombre que quiere matarle. Eso le sorprende enormemente, puesto que no recuerda tener enemigo alguno. Que él sepa, nunca ha hecho daño a nadie. Quizás tenga un sentido del humor hiriente o una crueldad desmedida en el habla, pero no se considera un asaltante físico ni está metido en problemas de ninguna clase más allá de los que él mismo sufre, que son muchos, pero interiores, cotidianos y en gran parte miserables. Intenta recordar algún momento enfermo o alguna mala acción cometida en el pasado, pero ahora no se le ocurre nada. Quizás todo se trate de una broma. José, además, no cree que ningún asesino se ponga a hablarle de sus planes a un desconocido. Pese a haberse dicho esta obviedad, un miedo modesto se ha escondido en él: ahora mismo lo está sufriendo en forma de latidos fuertes y resonantes. Al fin y al cabo, las cosas tienden a verse desde una perspectiva mucho más seria cuando tratan de uno mismo.

Decide empezar a subir peldaños en silencio; decide seguir cargando las bolsas de la compra por miedo a que se las robe alguien. Es consciente de que eso lo hará más torpe en términos de sigilo en caso de que haya alguien ahí arriba, pero la idea de tener dos preocupaciones situadas en ambos extremos del mismo segmento ya le parecen demasiadas. Podría ser un amigo, piensa José mientras se mueve de forma silenciosa. La verdad, sin embargo, es que hace años que no tiene ninguno -aunque él quiera pensar que sí-. Asoma la cabeza por el agujero de la escalera y descubre la existencia de una mano apoyada en la barandilla, tres pisos más arriba. En uno de los dedos de esa mano hay un anillo de oro bastante grande. La anciana, al parecer, no mentía. Pese a eso, se dice sin dejar de subir, es casi inconcebible que alguien pretenda matarle. ¿Por qué querría alguien hacerle daño? ¿Le habrá confundido de persona?

He ahí el último grupo de escaleras. José, que permanece agachado en el descansillo, puede oír la respiración del sujeto. Es lenta, profunda y congestionada, como el rumor de unas olas tranquilas. Un minuto más tarde, autoconvencido de que todo el asunto debe tratarse de un error y que a los veinte segundos ambos empezarán a reír y a darse palmadas en la espalda como buenos y futuros compañeros, decide asomarse y dar la cara. Es entonces cuando el hombre corpulento, que va vestido de negro, se gira. Debe medir dos metros, como poco. Los dos permanecen en silencio, mirándose a cinco o seis pasos de distancia: la escena parece haber sido sacada de una adaptación de western con un presupuesto muy bajo. La voz del gigante retumba en la escalera: ¿eres Carlos? José Artau niega con la cabeza. El hombre respira hondo y se disculpa.

6 comentarios: