sábado, 24 de mayo de 2014

UN ENCUENTRO FORTUITO

Volviendo cargada del supermercado con varias bolsas de la compra, Marta ve a su amigo Alberto al otro lado de la calle. Alberto, que va bastante abrigado para el día que hace, tarda unos segundos más en verla. Cuando lo hace se sobresalta un poco por la sorpresa y decide, tras alzar su gran mano en señal de saludo, esperar a que Marta llegue hasta él, gesto amable al que ésta responde con un movimiento de cabeza ascendente y una sonrisa. Durante el minuto de espera que los separa, ambos se miran y retoman viejas bromas en las que se lanzan besos y hacen pequeños ademanes suicidas contra los coches que pasan hasta que el semáforo se pone en verde y Marta avanza, acompañada por el gentío de la avenida, por el paso de cebra. Al ver que lleva varias bolsas, Alberto se ofrece sin mediar palabra a aliviar su carga y coge un par; y después de darse las manos que ambos tienen libres y un par de besos, empiezan a andar juntos. Es un bonito día de primavera y el ruido, que el calor ha potenciado desde la última vez que se vieron, satura y congestiona la ciudad.

Si pudiéramos ver a Marta y Alberto desde la perspectiva de uno de los miles de desconocidos que transitan por la avenida, no podríamos apreciar rasgo de incomodidad o extrañeza en sus gestos y palabras. Pese a que su contacto ha sido casi inexistente en los últimos años y reparado -o más bien parcheado- tan sólo por pequeños encuentros fortuitos como el de hoy, se siguen tratando con absoluta confianza y usando un sentido del humor que ambos han compartido desde siempre. Primero comentan el tiempo y las crueldades de la política para más tarde hablar de su trabajo o, en el caso de Marta, de la ausencia de éste. Instantes después de prometerse entre risas que un día de estos se juntarán para diseñar una bomba que vuele el Congreso de los Diputados, se quedan en silencio y, serenamente, se dejan llevar por el camino. Quizás nunca fueron demasiado habladores, pero están contentos de verse y eso se nota.

A la altura de un Bershka que hace esquina, Alberto se para en seco y le pregunta a Marta hacia dónde se dirige. Ella le responde que va a dejar las bolsas en casa y luego a una entrevista de trabajo. Es entonces cuando Alberto suspira de forma teatral y le dice a su amiga que él tiene que ir a la comisaría. Marta le mira con cara de no entender nada y le pregunta por qué, qué te ha pasado, qué te han hecho. Alberto le responde, con una sonrisa extraña, que va a entregarse por haber matado a su mujer. Después de quedarse en silencio durante unos segundos, Marta echa a reír y lo envía a tomar por el culo; pero justo antes de retomar la marcha, la mano libre de Alberto empieza a desabrochar el abrigo que lleva y, apartando levemente las dos junturas de la cremallera, le muestra a su amiga una gran mancha de sangre oscura que tiene en su camisa blanca. 

Marta enmudece de forma definitiva, arranca las bolsas de su mano y empieza a caminar rápido, pero Alberto la sigue y se pone a contarle que no hay nada de machismo en lo que ha hecho, que él no es un maltratador ni nada por el estilo y que le parece hasta absurdo tener que decir y aseverar una y otra vez obviedades como que las mujeres y los hombres son personas, y que por lo tanto están condenadas o premiadas a ser iguales. Tras sonreír de forma algo contrariada por el silencio de Marta, le repite que no lo ha hecho por un acto de posesión o control, sino simplemente porque en ese momento tenía un cuchillo en la mano y el acto de matarla le pareció una inmejorable idea, como quien baja a tomar unas cañas al bar o se quita los zapatos para meter los pies en el agua.

Alberto, de alguna forma, se siente más avergonzado por su necesidad de demostrar que no hay rastro de machismo en él que por ser un asesino, acto con el que no ha sentido absolutamente nada. Marta, que desde los noventa lucha activamente por la causa feminista junto a su pareja, le mira fijamente a los ojos, emite un chasquido de lengua y decide creerle. Sin romper el silencio enrarecido y la tensión evidente que hay en su rostro, lo acompaña hasta la puerta de la comisaría más cercana y ahí, bajo la atenta mirada de un policía que fuma, le da un abrazo de despedida.




4 comentarios:

  1. me expreso de manera parecida a la tuya cuando estoy muy triste y hablo conmigo misma

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  2. Te descubrí hace unos meses en Twitter, y en su momento devoré tu blog. Ahora he releído algunas entradas, y solo vengo a cambiar esta (por otro lado muy satisfactoria) relación unilateral que tenemos tú y yo para sugerirte, que no pedirte, más que devorar.
    Un saludo y gracias

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  3. No se puede culpar a alguien por tomar una decisión espontánea fruto de un impulso inocente. ¿Quién no ha fantaseado alguna vez con saltar delante del tren?

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