miércoles, 7 de enero de 2015

LOS JUSTICIEROS



Se oyen gritos y risas de niños en el piso de arriba. Los padres y madres de algunos de los niños, sentados en los sofás del salón, hablan de sus asuntos, ignorando por completo el ajetreo general. La mesa, desplegada y llena de platos de plástico con restos de pastel, sigue reemplazando el espacio antes reservado a un pequeño mini-bar con ruedines que no ha tardado mucho en ser abierto e inspeccionado por el anfitrión y un par de seguidores entusiasmados y rechonchos que, después del tercer trago, empiezan a tener las mejillas rojas y a hablar más fuerte de la cuenta. Entre todos ellos, sentado en una silla literalmente pegada a la parte del sofá ocupada por una mujer gorda, hay un hombre visiblemente más joven que el resto y de tez oscura con las manos en los bolsillos. De aspecto humilde y mirada esquiva, sólo ha hablado cuando el anfitrión le ha preguntado, con mezcla de curiosidad e incomodidad, a qué se dedica, cómo llegó al país y por qué tuvo un hijo a una edad tan temprana. Las dificultades del hombre para responder a sus preguntas, que en el fondo considera del todo injustas por su tono condescendiente, le han llevado a sonreír de forma tímida y a tejer, con nervios visibles por su parte y un ineludible acento extranjero, respuestas inseguras e inventadas que poco tienen que ver con una verdad quizás demasiado triste para una tarde de cumpleaños. Una pequeña sensación de malestar se impone en la sala: de todas formas no hay, por fortuna para el padre joven, queja ni insistencia alguna en los demás por sus pobres explicaciones, pues en el fondo parecen estar tan poco interesados como él en abrir la caja misteriosa. Las risas de los niños siguen estallando como pequeñas réplicas y todos menos el joven, mezclados en sentimientos ahora conmutados, intercambian miradas jocosas.


En uno de los tres revisteros dispuestos en el salón, que es grande y hermoso, hay una mujer sonriente ocupando la portada de un magazín del corazón que parece estar mirándole a los ojos con estupor. La anfitriona, situada justo delante suyo y sentada en una butaca beige, no deja de mover la pierna que entrecruza su muslo derecho. El repiqueteo metálico que hace la hebilla de su gran cinturón al topar con el botón de la falda vaquera que lleva resulta muy molesto. En uno de esos momentos en el que todos los adultos proceden a llenar dos dedos de sus copas después de hablar de política, se oyen unos pasitos rápidos que descienden las escaleras. Con los ojos turbios y unos calcetines de jirafas, el niño que aparece acusa a otro de haberle tomado por la fuerza un juguete y luego pegarle. Las sonrisas de los padres contrastan con el enfado momentáneo de la mujer gorda, que se toma unos segundos para preguntarle quién se lo ha quitado, y la respuesta parece no sorprender a nadie. Las miradas apuntan al padre joven, que se disculpa con un gallo involuntario, traga saliva y se levanta para pedirle a su hijo, con voz grave y rápida, que baje. Después de unos segundos esperando una respuesta que no llega, le pregunta a la mujer si puede subir al piso de arriba para hablar con él.


Las escaleras son bastante anchas y de madera oscura. Un par de cuadros de escenas marinas pintados con mala mano intentan rellenar con relativo éxito el vacío de las paredes. Los gritos paran en seco cuando la madera del último escalón cruje y revela un pasillo iluminado por una lámpara de pie posada sobre un mueble de anticuario. Al fondo a la derecha hay voces susurrando algo que no consigue entender. Tras un breve respiro, llama a esa puerta y abre casi al instante. 


Por un momento teme verlos a todos desnudos.


En la habitación, pese a todo, sólo hay dos niñas haciéndose trenzas que le miran con cara de sorpresa. Los tres se quedan callados y muy quietos hasta que una de las niñas le cuenta que su hijo Carlos se ha escondido con los demás niños en alguna parte de la casa porque no quiere encontrarse con él, y que no sabe dónde puede estar. Consciente de que no debe ponerse a buscar a su hijo en una casa ajena por eso de no meter las narices donde no te llaman, vuelve sobre sus pasos para pedirle a los anfitriones que le ayuden; pero mientras baja las escaleras escucha las voces de los padres, que con una calculada discreción están hablando de algo que le incumbe mucho. Lo primero que logra oír es un ¿no os habéis fijado en que ese niño huele bastante mal?. Eso lo dice uno de los hombres, el que parece un botijo, en tono de sutil burla. No creo que tenga una buena higiene, aunque tampoco me extraña, replica la de la mujer que poco antes le daba permiso para subir a las habitaciones. Eso es cierto, cada vez que lo veo, y lo veo mucho porque yo voy a buscar a mi hijo a la salida de la escuela, me doy cuenta de que lleva la misma ropa, sentencia una tercera voz con pretendida finura. El hombre joven se sienta en las escaleras intentando hacer el menor ruido posible y empieza a morderse una uña sin dejar de escucharles. La culpa es de los padres. Hay gente que no debería tener hijos, prosigue esa misma voz. Creo que el Estado debería encargarse de eso, de la misma forma que se encarga de los permisos de conducir y otros; si no apruebas los dos exámenes, no te dan el carné. Una enorme punzada de vergüenza contrae la boca de su estómago. Los balaustres de madera de la barandilla parecen estrecharse con su campo de visión, que ahora está empañado y carece de firmeza. La humillación que siente sería muy distinta si todo ello se tratara de una simple y larga hilera de mentiras, y de hecho podría pensarlo; podría pensar que es tan sólo fruto de la maldad o de algún tipo de conjura, pero sabe perfectamente, y eso es lo peor de todo, que lo que dicen las voces, ahora con sus caras desdibujadas y frías, es verdad. Y eso, si cabe, provoca en él un enfado y una vergüenza aún mayor. ¿Crees que come bien?, añade una de las voces. Está flaco. Y, por cierto, ¿alguna vez habéis visto a su madre? Las voces niegan casi al unísono. Eso es trágico. Su cabeza se anuda a sus rodillas. La puntería de esa gente es exacta y descarnada. Irresponsables. Menudos irresponsables. Ese tipo no parece estar bien de la cabeza. Pese a todo, no va a ponerse a llorar. De alguna forma es como si eso ya estuviera sucediendo en un lugar lejano de su cabeza: lo nota como si hubiera una membrana, una membrana muy fina que delimita el flujo del pesar, pero no el de la exposición y la desnudez. Sus dientes logran arrancar parte de la uña de su dedo anular. La tira cede como si se tratara de una suave cremallera y es introducida en su boca. La mordisquea y nota el clic que la parte en dos. 


De repente se descubre deseando que su hijo no haya oído nada de lo que esas personas están diciendo. Está claro que su hijo no es estúpido, pero ojalá lo fuera. Ojalá fuera tonto y fuera ciego, dice. Alza y gira la cabeza: lo está buscando. No me extrañaría nada que pegara al niño. ¿Por qué creéis que no ha bajado cuando le llamaba? Al cabo de unos instantes, ya ajeno a todo lo que dicen, baja su cuerpo tres peldaños sin levantarse, entrecierra los ojos y lo ve ahí, al fondo del pasillo de la planta baja. Primero se fija en su ropa, que es la misma de siempre. Después piensa en preguntarle si ha oído algo de lo que decían, pero siente miedo. No va a enfrentarse a él. ¿Y si te roba? Mueve su mano un poco. Ese leve movimiento hacia él indica al niño que debe acercarse con sigilo. El niño sube las escaleras descalzo y se sienta al lado de su padre, que lo mira con los ojos muy abiertos. Intenta decirle algo al niño, pero tartamudea. A continuación, el primero se levanta y el otro le imita. Terminan de bajar las escaleras. El padre se asegura de hacer ruido, de pisar fuerte cada escalón para que le oigan. Las habladurías cesan de golpe.

Aparecen ante ellos, fríos y lejanos, y el niño se disculpa por quitarle el juguete al otro. Tres minutos más tarde el padre joven se sentará en la silla que estuvo ocupando antes y sonreirá y fingirá que no ha pasado nada.



1 comentario:

  1. Escribes de una manera tan detallada e inmersiva que me he descubierto aguantando la respiración mientras paladeaba tus relatos. Mis más sinceras congratulaciones.

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