jueves, 8 de enero de 2015

LAS SESIONES

1

A veces recuerda las tardes que solía pasar, siendo él un niño, en casa de la familia Artau. Estos recuerdos, enterrados en ocasiones durante años, aparecen en la mente de Juan sin avisar, ausentes de conexión clara y manteniendo una frescura envidiable. Llegados a este punto, cuando las primeras imágenes del pasado ya han aparecido y la anciana que habita en la mente de Juan -fallecida en el 89- se ha puesto a pelar patatas y hablarle de los altísimos árboles que crecen justo al lado de la casa, sólo le hace falta tirar con fuerza de la escena enquistada para descubrir la parte más suculenta y obsesiva de todo su mundo infantil muerto.

Silvia tiene unos diecisiete años de edad cuando Juan la ve por primera vez. Ella será la encargada de cuidarlo mientras el padre de Juan trabaja manipulando fotografías analógicas en un local que está justo al lado de la casa. Con su pelo castaño y expresión clara, esta chica cariñosa, guapa y al parecer madura va a apoderarse, sin quererlo y durante los meses siguientes, de la mente fragmentada y carente del pequeño Juan. Él la hará participar en los absurdos y autoritarios juegos que inventa sobre la marcha, la nombrará incesantemente en sus pensamientos nocturnos recurrentes y hablará de ella en el patio de la escuela como si fuera una especie de novia o una idea del ser que aglutina todo aquello que es bueno y necesario en el mundo. 

Para Juan no hay momento más preciado que cuando hace buen tiempo y Silvia no tiene deberes ni amigos con los que estar; es en esos días cuando los dos suben a la soleada terraza de la casa y ella se dedica a acariciarlo en silencio, permaneciendo Juan con los ojos cerrados en todo momento y notando cómo los dedos de Silvia recorren con suavidad su espalda. Un día de mayo, durante el transcurso de una de esas sesiones de caricias convertidas en muy necesarias para la salud mental del niño, ella decide girarse y se muestra dispuesta, por primera vez, a ser acariciada por el niño. Juan, con una fuerte presión en el pecho y la cara, empezará a pasear la punta de sus dedos tímidos por la nuca de Silvia.

Poco a poco, a medida que los primeros minutos vayan pasando, irá ganándole terreno a la vergüenza inicial e irá siendo consciente de una serie de cosas que aún no entiende bien pero intuye. Pronto sus dedos llegarán a la baja espalda y rozarán un poco la goma de sus bragas, y es entonces cuando Juan empezará a vocalizar entre susurros un te quiero. Ella reirá un poco al oírlo y le dirá, con cierto sentido del humor, que ella también. Ese escueto te quiero, dicho desde el ciego convencimiento de Juan, será repetido unas cinco o seis veces durante los siguientes dos minutos, y cada vez habrá menos vergüenza y contención en ello. Llegará un momento en el que Silvia escuchará esas dos palabras con unas connotaciones a las que llamaremos muy distintas, y una fuerte sensación de malestar surgirá en ella, justo antes de que la mano de Juan se escurra por debajo de sus bragas imitando el golpe seco de una serpiente y ella retroceda, quitando la mano de allí y mirando a Juan con un odio que hasta ahora él desconocía y que en el futuro, junto a su mano húmeda, seguirá marcándole. Un perro ladra. Los ladridos son lejanos y dan fondo a la mirada cruel de la chica, como si alguien hubiera enganchado dos tomas distintas de imagen y audio sin transición alguna, y luego se transforma en una sonrisa falsa, como si pensara que sólo está ante un niño y que las muestras de odio no son necesarias. Hay que sacar la ropa de la lavadora, dice Silvia mientras dirige sus pasos a las escaleras y el niño la sigueAmbos recogen la colada en silencio. Juan está confundido y sólo se dedica a sorber los mocos que caen de su nariz mientras pliega manteles y pantalones.

Durante las siguientes semanas, Juan y Silvia mantienen una relación tensa. Siguen habiendo momentos tranquilos, pero las rabietas y el llanto de un Juan cada vez más desesperado y demandante de las atenciones de Silvia terminan siendo aleatorios y demasiado molestos para una chica que empieza a odiarlo de forma profunda y que debe preparar su ingreso en la universidad. Días más tarde, mientras juega con el yo-yó del hermano mayor de Silvia, Juan se acerca al salón y la oye hablando por teléfono con una amiga: hay algo en la cabeza de ese niño que no funciona nada bien.

En junio Silvia se marcha. Juan la ve dos años más tarde a lo lejos. Ella está paseando a un perro y no sabe que él está ahí, mirándola fijamente. No le dice nada: permanece escondido tras un árbol hasta que su silueta desaparece.


2

Veinticinco años más tarde volverán a verse. Juan está cogiendo un par de libros en la biblioteca. En la zona dedicada a los libros infantiles, situada al fondo a la izquierda, hay una mujer de unos cuarenta y muchos años contando un cuento. Los niños y un par de discapacitados, que rodean a la mujer sentados en sillas, escuchan en silencio la historia. Trata de un zorro que cada día, sin saberlo, le roba la comida a un hombre muy pobre que se muere de hambre y que nunca ha hecho ningún mal a nadie. Los asistentes adultos, que han llevado a sus hijos y nietos a la representación, se reúnen unos metros más atrás, sentados en sillas minúsculas. Sus piernas se arquean de forma caricaturesca y sus codos se clavan en las mesitas llenas de bolsos, papeles con letras deformes y libros de tiras movibles. Mientras Juan observa a la cuentista, que tiene el brazo metido en un calcetín naranja y blanco y lo está moviendo como si fuera la cola del zorro, nota la mano de alguien posándose en su hombro. Al girarse descubre la figura de un hombre viejo, moreno y calvo. Este hombre, sonriente, empieza a hablarle de forma muy rápida y ligeramente familiar: asegura conocerle, le dice a Juan que la última vez que lo vio era sólo un niño. También le dice, intentando soltar pistas para hacerse reconocer más rápido, que es igualito a su padre, que se llama o llamaba José y era el encargado de una empresa de foto-montaje situada al lado de su casa. Sin darle tiempo a responder, ese anciano de temperamento nervioso alza la mano y señala hacia un punto en particular, entre los niños. Allí hay una cabeza sobresaliendo, la cabeza de una mujer madura en silla de ruedas y con uno de los brazos retorcido. Le pregunta entonces si la reconoce. Juan se fija en ella: apoyada en un cojín de color azul pegado en el costado superior derecho del respaldo, dibuja una mueca que intenta ser una sonrisa. Confundido al ver la cara seria y blanca de Juan, el viejo lo empuja hacia donde está ella y lo acompaña sin soltarle del hombro en ningún momento mientras le da pistas estúpidas que tratan de obligar al primero, que está apretando la mandíbula con fuerza y se resiste un poco a caminar, a decir de una vez que se acuerda de ambos.


Ya están de frente cuando Juan, intentando escapar de un momento que prevé demasiado incómodo, empieza a negar que les conoce. Asegura que todo ha sido una triste confusión, que su padre no se llamaba José y que él, para empezar, no es ni originario de la ciudad. Intenta desprenderse con esas mentiras, pero la mano mala de Silvia, que cada vez parece estar más inclinada, le propina una lenta y larga caricia en el brazo. No hay palabras saliendo de su boca, no hay ni tan siquiera un grito, y mucho menos un sobresalto. Juan nota la mano de la mujer enferma subiendo por su carne, la mano de esa mujer casi muerta por fuera y digna de compasión, y tan inevitable como siniestro escalofrío, sentido sólo en el seno de la respuesta puramente física, nace de su baja espalda y avanza en oleadas por su cuerpo. Lo curioso es que la sensación es la misma que recuerda Juan en el pasado; y entonces empieza a pensar en que una rama bien dirigida podría haberle reconfortado del mismo modo en sus años de infancia, o quizás el recorrido perdido de una mosca. Los ojos de Silvia son iguales, pero en su cabeza hay poco pelo. Los dedos que le tocan, largos y huesudos. Sus ojeras, muy remarcadas con ese color brillante que va a caballo del verde y el lila, son profundas y tristes. El viejo sonríe, Silvia sonríe y Juan no sonríe.

miércoles, 7 de enero de 2015

LOS JUSTICIEROS



Se oyen gritos y risas de niños en el piso de arriba. Los padres y madres de algunos de los niños, sentados en los sofás del salón, hablan de sus asuntos, ignorando por completo el ajetreo general. La mesa, desplegada y llena de platos de plástico con restos de pastel, sigue reemplazando el espacio antes reservado a un pequeño mini-bar con ruedines que no ha tardado mucho en ser abierto e inspeccionado por el anfitrión y un par de seguidores entusiasmados y rechonchos que, después del tercer trago, empiezan a tener las mejillas rojas y a hablar más fuerte de la cuenta. Entre todos ellos, sentado en una silla literalmente pegada a la parte del sofá ocupada por una mujer gorda, hay un hombre visiblemente más joven que el resto y de tez oscura con las manos en los bolsillos. De aspecto humilde y mirada esquiva, sólo ha hablado cuando el anfitrión le ha preguntado, con mezcla de curiosidad e incomodidad, a qué se dedica, cómo llegó al país y por qué tuvo un hijo a una edad tan temprana. Las dificultades del hombre para responder a sus preguntas, que en el fondo considera del todo injustas por su tono condescendiente, le han llevado a sonreír de forma tímida y a tejer, con nervios visibles por su parte y un ineludible acento extranjero, respuestas inseguras e inventadas que poco tienen que ver con una verdad quizás demasiado triste para una tarde de cumpleaños. Una pequeña sensación de malestar se impone en la sala: de todas formas no hay, por fortuna para el padre joven, queja ni insistencia alguna en los demás por sus pobres explicaciones, pues en el fondo parecen estar tan poco interesados como él en abrir la caja misteriosa. Las risas de los niños siguen estallando como pequeñas réplicas y todos menos el joven, mezclados en sentimientos ahora conmutados, intercambian miradas jocosas.


En uno de los tres revisteros dispuestos en el salón, que es grande y hermoso, hay una mujer sonriente ocupando la portada de un magazín del corazón que parece estar mirándole a los ojos con estupor. La anfitriona, situada justo delante suyo y sentada en una butaca beige, no deja de mover la pierna que entrecruza su muslo derecho. El repiqueteo metálico que hace la hebilla de su gran cinturón al topar con el botón de la falda vaquera que lleva resulta muy molesto. En uno de esos momentos en el que todos los adultos proceden a llenar dos dedos de sus copas después de hablar de política, se oyen unos pasitos rápidos que descienden las escaleras. Con los ojos turbios y unos calcetines de jirafas, el niño que aparece acusa a otro de haberle tomado por la fuerza un juguete y luego pegarle. Las sonrisas de los padres contrastan con el enfado momentáneo de la mujer gorda, que se toma unos segundos para preguntarle quién se lo ha quitado, y la respuesta parece no sorprender a nadie. Las miradas apuntan al padre joven, que se disculpa con un gallo involuntario, traga saliva y se levanta para pedirle a su hijo, con voz grave y rápida, que baje. Después de unos segundos esperando una respuesta que no llega, le pregunta a la mujer si puede subir al piso de arriba para hablar con él.


Las escaleras son bastante anchas y de madera oscura. Un par de cuadros de escenas marinas pintados con mala mano intentan rellenar con relativo éxito el vacío de las paredes. Los gritos paran en seco cuando la madera del último escalón cruje y revela un pasillo iluminado por una lámpara de pie posada sobre un mueble de anticuario. Al fondo a la derecha hay voces susurrando algo que no consigue entender. Tras un breve respiro, llama a esa puerta y abre casi al instante. 


Por un momento teme verlos a todos desnudos.


En la habitación, pese a todo, sólo hay dos niñas haciéndose trenzas que le miran con cara de sorpresa. Los tres se quedan callados y muy quietos hasta que una de las niñas le cuenta que su hijo Carlos se ha escondido con los demás niños en alguna parte de la casa porque no quiere encontrarse con él, y que no sabe dónde puede estar. Consciente de que no debe ponerse a buscar a su hijo en una casa ajena por eso de no meter las narices donde no te llaman, vuelve sobre sus pasos para pedirle a los anfitriones que le ayuden; pero mientras baja las escaleras escucha las voces de los padres, que con una calculada discreción están hablando de algo que le incumbe mucho. Lo primero que logra oír es un ¿no os habéis fijado en que ese niño huele bastante mal?. Eso lo dice uno de los hombres, el que parece un botijo, en tono de sutil burla. No creo que tenga una buena higiene, aunque tampoco me extraña, replica la de la mujer que poco antes le daba permiso para subir a las habitaciones. Eso es cierto, cada vez que lo veo, y lo veo mucho porque yo voy a buscar a mi hijo a la salida de la escuela, me doy cuenta de que lleva la misma ropa, sentencia una tercera voz con pretendida finura. El hombre joven se sienta en las escaleras intentando hacer el menor ruido posible y empieza a morderse una uña sin dejar de escucharles. La culpa es de los padres. Hay gente que no debería tener hijos, prosigue esa misma voz. Creo que el Estado debería encargarse de eso, de la misma forma que se encarga de los permisos de conducir y otros; si no apruebas los dos exámenes, no te dan el carné. Una enorme punzada de vergüenza contrae la boca de su estómago. Los balaustres de madera de la barandilla parecen estrecharse con su campo de visión, que ahora está empañado y carece de firmeza. La humillación que siente sería muy distinta si todo ello se tratara de una simple y larga hilera de mentiras, y de hecho podría pensarlo; podría pensar que es tan sólo fruto de la maldad o de algún tipo de conjura, pero sabe perfectamente, y eso es lo peor de todo, que lo que dicen las voces, ahora con sus caras desdibujadas y frías, es verdad. Y eso, si cabe, provoca en él un enfado y una vergüenza aún mayor. ¿Crees que come bien?, añade una de las voces. Está flaco. Y, por cierto, ¿alguna vez habéis visto a su madre? Las voces niegan casi al unísono. Eso es trágico. Su cabeza se anuda a sus rodillas. La puntería de esa gente es exacta y descarnada. Irresponsables. Menudos irresponsables. Ese tipo no parece estar bien de la cabeza. Pese a todo, no va a ponerse a llorar. De alguna forma es como si eso ya estuviera sucediendo en un lugar lejano de su cabeza: lo nota como si hubiera una membrana, una membrana muy fina que delimita el flujo del pesar, pero no el de la exposición y la desnudez. Sus dientes logran arrancar parte de la uña de su dedo anular. La tira cede como si se tratara de una suave cremallera y es introducida en su boca. La mordisquea y nota el clic que la parte en dos. 


De repente se descubre deseando que su hijo no haya oído nada de lo que esas personas están diciendo. Está claro que su hijo no es estúpido, pero ojalá lo fuera. Ojalá fuera tonto y fuera ciego, dice. Alza y gira la cabeza: lo está buscando. No me extrañaría nada que pegara al niño. ¿Por qué creéis que no ha bajado cuando le llamaba? Al cabo de unos instantes, ya ajeno a todo lo que dicen, baja su cuerpo tres peldaños sin levantarse, entrecierra los ojos y lo ve ahí, al fondo del pasillo de la planta baja. Primero se fija en su ropa, que es la misma de siempre. Después piensa en preguntarle si ha oído algo de lo que decían, pero siente miedo. No va a enfrentarse a él. ¿Y si te roba? Mueve su mano un poco. Ese leve movimiento hacia él indica al niño que debe acercarse con sigilo. El niño sube las escaleras descalzo y se sienta al lado de su padre, que lo mira con los ojos muy abiertos. Intenta decirle algo al niño, pero tartamudea. A continuación, el primero se levanta y el otro le imita. Terminan de bajar las escaleras. El padre se asegura de hacer ruido, de pisar fuerte cada escalón para que le oigan. Las habladurías cesan de golpe.

Aparecen ante ellos, fríos y lejanos, y el niño se disculpa por quitarle el juguete al otro. Tres minutos más tarde el padre joven se sentará en la silla que estuvo ocupando antes y sonreirá y fingirá que no ha pasado nada.